El viaje fue una prueba constante, cada día una batalla contra la naturaleza y contra su propia resistencia. Se adentraron en senderos olvidados donde la vegetación se cerraba sobre ellos como una mano insistente, cruzaron ríos cuyas corrientes traicioneras amenazaban con arrastrarlos, y durmieron bajo cielos estrellados, siempre alerta a las sombras acechantes que se movían entre los árboles. Cada vez que el agotamiento físico o el peso de la misión amenazaban con aplastar el espíritu de Arya, cada vez que sus músculos dolían hasta el lamento y su mente se nublaba, la imagen de su hogar en ruinas y el recuerdo de la mano de Arion entrelazada con la suya, se avivaban en su interior como un rescoldo incandescente. Esa era su verdad, su motor: luchar por lo que amaba, por la justicia que anhelaba.
Después de una semana que pareció una eternidad, una sucesión de amaneceres y atardeceres marcados por el esfuerzo y la incertidumbre, finalmente llegaron a Eldamar, la capita