La luz del día se filtraba a través de las copas de los árboles, pero una sombra, la de lo desconocido y lo inminente, se cernía pesadamente sobre ellos.
Al llegar a las afueras de Sevilla, un escalofrío recorrió al grupo. El pueblo estaba extrañamente, antinaturalmente silencioso. Las calles estaban desiertas, vacías de la vida y el bullicio habitual. Algunas casas mostraban señales de abandono apresurado: una puerta entreabierta, un cesto volcado, como si sus habitantes hubieran huido en medio de un terror repentino.
—Esto... esto no está bien —la voz del soldado, apenas un susurro, se quebró con una mezcla de inquietud y desasosiego—. ¿Dónde está todo el mundo? ¿Por qué este silencio sepulcral?
El ceño de Arion se profundizó, una línea severa que marcaba su preocupación. Sus ojos, agudos como los de un halcón, barrieron el pueblo desierto, deteniéndose en las puertas abiertas de par en par y las pertenencias esparcidas. Señaló hacia el oeste, donde el bosque se espesaba en un