Ya estaba comenzando a sentirme más relajada, arrullada por la voz tranquilizadora de Nathaniel y por la forma en que nuestra conversación estaba fluyendo naturalmente, cuando el avión dio una sacudida aún más violenta que todas las anteriores. Esta vez podía jurar que habíamos caído varios metros en el aire, y toda aquella falsa sensación de seguridad que acababa de conquistar desapareció instantáneamente.
—¡No quiero morir! —dije, encontrándome aferrada de verdad al brazo de Nathaniel. No pude evitar notar que no estaba equivocada sobre los músculos.
—No vas a morir —respondió con convicción.
—¿Cómo puedes saberlo? —gimoteé.
—Tengo una reunión de trabajo importantísima la semana que viene, así que no pienso morir en este avión. Por consecuencia tú tampoco puedes morir. Y... mi punto más importante, ¿viste a esa chica allá...? —señala con la cabeza hacia una pareja en nuestra diagonal—. Cuando embarcamos le estaba contando al marido que está embarazada de gemelos. Ellos tampoco pu