Una tía religiosa

Connie salió de aquél bar asqueada por lo que representaba en su vida, sabía que si entraba podía conseguir que un hombre pagara por su comida, bebida, e incluso le pagara por su compañía, pero no era lo que quería, después de la vergüenza sufrida en Acapulco, se rehusaba a volver a esa situación.

—Viniste aquí a cambiar de vida y eso es lo que tienes que hacer, al menos tienes que intentarlo — se dijo en voz alta y siguió su camino.

Miraba por fuera los restaurantes y los bares, era común en un lugar como ese, la zona turística estaba plagada de centros de diversión y abundaba la comida, tenía hambre, pero debía hacer que el dinero que tenía le rindiera el mayor tiempo posible.

Respiró profundo y se cruzó a la acera del frente, tenía que alejarse de la zona turística y buscar un lugar para cenar, pero en un lugar más apartado, en la zona en la que acostumbraba a comer la gente local y que tenía que ajustarse a un presupuesto más económico.

Por fortuna encontró una fonda que anunciaba un menú completo por tan solo cuarenta pesos, era justo lo que necesitaba, lo más barato solían ser los tacos, pero nada mejor que comida casera, porque seguía preocupándose por conservar su figura, porque tal vez, tendría que volver a usar su cuerpo si algo no salía como ella lo esperaba.

Volvió caminado hacia el hostal, esta vez se fijaba en cada uno de los restaurantes buscando trabajo, quizá como camarera, en realidad no sabía hacer nada, nunca había tenido un trabajo real y tampoco es que se pudiera poner exigente.

Esa noche un par de chicas más se alojaron en la misma habitación que ella, así que tomó la precaución de guardar su bolso bajo la almohada, no quería llevarse otra mala sorpresa como la anterior, porque no le quedaría nada.

—¿Vas a pagar otra noche? — le preguntó la recepcionista del hostal, al medio día se vencería su hospedaje y por un momento estuvo a punto de pagar una noche más, pero pensó que lo mejor era recurrir a la casa de asistencia para mujeres.

Tomó su maleta y comenzó a caminar, en el folleto estaba la dirección así que preguntó cómo llegar, por fortuna se encontraba a cinco calles de distancia y podía caminar hasta ahí y así ahorrar el dinero del taxi.

Sus piernas temblaban cuando se encontró parada frente a la casa hogar “Villa de Guadalupe” decía el letrero en la puerta. Con manos temblorosas y un hueco en el estómago tocó el timbre, solo esperaba que nadie en ese lugar conociera a la verdadera Constanza Ramírez, porque si descubrían que ella había usurpado la identidad de la chica fallecida, su nueva vida la comenzaría tras las rejas.

Como era de suponerse le abrió la puerta una monja, era la típica hermana con sobrepeso que parecía una piñata con el hábito azul hasta el tobillo.

—Ave María purísima — le dijo apenas la vio y Connie no supo qué contestar, así que inclinó la cabeza y se santiguó porque era lo único que sabía de religión, su madre nunca le enseñó a creer en Dios.

—Buenos días hermana, mi nombre es Constanza Ramírez yo…

—¿Constanza Ramírez? — preguntó la hermana con una sonrisa de oreja a oreja —¡Bienvenida! La madre superiora se va a poner feliz cuando sepa que por fin llegó su sobrina Constanza, estaba bien preocupada porque debías haber llegado hace tres días muchacha, vente pásale, pásale.

La hermana la tomó del brazo y Connie sintió que las piernas no la sostenían, intentó resistirse a entrar porque nunca imaginó que precisamente la madre superiora fuera tía de Constanza, pero ya era demasiado tarde, la hermana le arrebató la maleta de las manos y comenzó a gritar para que todo el mundo supiera que la sobrina de la madre superiora por fin había llegado.

—Espera yo … — quiso decir que todo era un error, pero no tuvo tiempo.

—¡Madre superiora! ¡Madre superiora! — gritaba la hermana con fuerza — ¡Ya llegó su sobrina! ¡Ya llegó Constanza!

Connie palideció cuando vio salir a la mujer, una monja con el tradicional hábito en negro con blanco, el cabello cubierto y un rosario colgando del cuello.

Tragó saliva y estaba a punto de decirle a la mujer que ella no era su sobrina, que no era la misma Constanza Ramírez que estaban esperando cuando la mujer, se arrojó a sus brazos para saludarla.

—¡Mi pequeña Constanza! Hace tantos años que no te veía, la última vez que visité a mi hermano tu tenías apenas dos años de edad y eras tan chiquita, pero mírate, ya eres toda una mujer.

Connie sudaba frío por la impresión y sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero necesitaba un lugar donde dormir, y la oportunidad de rehacer su vida, así que la abrazó y trató de corresponder al cariñoso saludo.

—Tía yo… yo no me acuerdo de ti — dijo nerviosa porque no sabía su nombre.

—Yo lo sé hija, tu padre me dijo que si entraba al convento me olvidara de él, nunca me perdonó por haber preferido convertirme en religiosa que casarme con su patrón, el dueño del racho, así que me extrañó cuando recibí su carta para decirme que estaba enfermo y que me pedía que te recibiera en esta casa cuando el muriera.

—A mí nunca me habló de ti, solo me dio esto y me dijo que cuando el muriera, yo tomara un autobús y viniera a este lugar.

Le mostró el folleto que llevaba en la bolsa, se avergonzó de que estaba todo arrugado.

—Entiendo, así era Alfonso, me mató y me enterró, solo antes de morir se acordó que tenía una hermana y me alegra que te haya enviado hacia mí, aquí tendrás un techo y un plato de comida, aunque no sé por cuanto tiempo, las cosas no andan bien y si Dios no nos manda un milagro pronto, terminaremos todas pidiendo limosna en la calle.

La muchacha miró a su alrededor, era una casona grande pero vieja, le faltaba mantenimiento y en el patio se podían ver algunas mujeres, unas en silla de ruedas, otras visiblemente recuperándose de golpes en el rostro, otras amamantando bebés.

La mayoría de las mujeres eran incluso más jóvenes que ella y no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Sus problemas no eran nada comparados con los de todas esas jovencitas, que aun sin saber sus historias, debían ser peores que la suya.

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