1. La Boda

El cuerpo de Regina temblaba como una hoja mecida por el bravo viento, no podía evitarlo mientras miraba su imagen en el espejo. Estaba vestida de novia, en unos pocos minutos iba a  convertirse en la esposa de Lucio, dejaría de ser la hija del Conde de Norwood y se convertiría en Regina MacKay. Tenía un cúmulo de emociones atoradas en la garganta, quería gritar y renegar su suerte, pero sabía que nada podía hacer para evitar lo que estaba por venir.

Las lágrimas se derramaron por sus mejillas, cerró los ojos y recordó lo que había sucedido tres días atrás.

«—Tienes que afrontar las consecuencias de tus actos, hija. Este es el precio de la traición, Regina. —Norwood liberó los brazos de Regina y se alejó de ella, posó sus manos sobre la columna, su cabeza cayó hacia adelante, cualquiera que lo viera desde el jardín, pensaría que estaba sufriendo una gran tristeza y así era. 

El Conde sufría igual o más que Regina, pero nada podía cambiar el destino que ellos mismos eligieron.

—Ve, Lucio te espera —le dijo sin fuerza en la voz.

Regina cerró los ojos y caminó con paso lento hacía la puerta, su corazón martillaba dentro de su pecho, pero no se detuvo, salió de la casa y se dirigió al jardín, esperó ver a su doncella esperándola, pero Serafina no estaba por ningún lado, solo estaba él. Lucio MacKay, esperando por ella.

—Mi Lady…, ¿todo bien? —preguntó.

Ella asintió.

—Lamento la demora —dijo, cuando en realidad no lo hacía.

—No te preocupes, con el tiempo aprenderás a no hacerme esperar. Soy paciente —susurró el hombre.

Regina decidió ignorar aquella clara amenaza.

—¿Mi doncella? —preguntó, cuando ya no pudo con la duda.

—Le he pedido que traiga un poco de té, la tarde empieza a enfriar —dijo, mirando a Regina con cierto, ¿deseo? La joven dio un paso atrás.

—Me parece que es mejor volver adentro, no quiero enfermar y estar indispuesta el día de la boda —dijo, buscando una manera de escabullirse, pero Lucio fue más rápido, la tomó de la mano y la llevó lejos de la vista del Conde y de cualquier otro empleado. 

El corazón de Regina latió fuerte, los nervios le hicieron sentir arcadas, por lo que tuvo que contenerse para no arruinarlo todo, aunque era lo que más deseaba.

—¿Qué es lo que pretende, mi Lord? —se obligó a preguntar, cuando estaban en un punto bastante alejado de la casa.

—Pasar un momento agradable contigo, Regina —respondió.

—¿A qué se refiere con eso? —ella continuó tratándolo de usted, no se sentía cómoda de otra manera. Sentía que era demasiado íntimo.

Lucio rio por lo bajo.

—Los dos sabemos que ya no eres una mujer virtuosa, Regina, ¿qué más da hacerlo ahora o después? No voy a cancelar la boda, no tienes por qué preocuparte por eso —le dijo, buscando tocar su rostro.          

Regina se apartó, llevó una mano a la garganta y apretó sobre su piel, iba a vomitar. ¡Iba a hacerlo si Lucio seguía hablándole de aquella manera!

—¡Mi Lady! 

El grito de Serafina fue la salvación de Regina, se sintió mareada por la emoción que le embargó y agradeció interiormente al cielo por aquella oportuna interrupción.

—Serafina —susurró con voz ronca.

—Es tarde, Mi Lady, se ha olvidado el mantón —dijo la doncella, ignorando la mala mirada que le profesó Lucio.

—Gracias… —susurró Regina y la mujer asintió. 

—Ve por los tés que he pedido —le ordenó Lucio y Regina temió volverse a quedar a solas con el hombre. 

—Mi Lord, ya los trae una de las sirvientas —informó Serafina, mientras una de las jóvenes sirvientes, ayudante en la cocina. 

Lucio apretó los labios, su plan había sido interrumpido. Regina nunca había estado tan agradecida con los sirvientes como en ese momento».

Regina levantó la mirada, la imagen de ella en el espejo, no era ni parecida a la que había imaginado años atrás, cuando se veía como la futura esposa del Rey Frederick, ahora solo era una mujer sin virtud, escondiendo el embarazo que gestaba en su vientre y que dentro de unos minutos sería la Señora MacKay, la esposa de un hombre adinerado, pero que le causaba una profunda aversión desde la primera vez que lo vio. 

—Mi Lady… —habló Serafina al entrar a la recámara —. ¿Necesita que la ayude con algo más? —preguntó y Regina no contestó nada, pues el llanto silencioso, seguramente, le haría hablar con voz débil, por lo que giró un poco su cuerpo y dejó ver el corsé sin anudar.  

—Ayúdame con el rostro —le pidió Regina, mientras limpiaba su rostro con un pañuelo blanco e intentaba ocultar el paso de las lágrimas por sus mejillas. 

—Sí, Mi Lady —contestó la doncella y caminó hacia el tocador, siguiendo de cerca los pasos de Regina. Los ojos de Serafina estaban encima de la cama y al ver el ajuar de novia, frunció el ceño —. Mi Lady, ¿necesita que la ayude con su ajuar? 

Regina negó. De forma intencional había decidido no usar la ropa interior escogida por Lucio, sabía que posiblemente, era una forma de retarlo y que no le gustaría, pero ella no se sentía cómoda al imaginarse usando esa ropa y que su esposo disfrutara al quitársela en la noche de bodas. 

Y no, no era un nuevo acto de rebeldía de su parte al que estaba acostumbrada, era por esa manera que Lucio tenía al mirarla.

—Está lista, Mi Lady —susurró Serafina.

Regina tragó, jamás estaría lista para hacerlo, pero esto claramente, era el precio de la traición que había cometido. Era convertirse en la esposa de Lucio o terminar en la guillotina como Anabel. 

Su mano acarició su cuello, quizá en el fondo solo era una cobarde, tal vez la muerte era preferible para lo que tenía que enfrentar. Una vida sin amor al lado de un hombre al que le faltaban pocos años para lucir igual de viejo que su padre.

Regina cerró los ojos, era una cobarde, pues se daba cuenta que hasta para morir se necesitaba valor.

—Es mejor darse prisa, Mi Lady, los pocos invitados ya están en el salón y no es bueno que su padre  luzca ansioso por su retraso —le sugirió.

Regina se giró en el taburete y tomó las manos de Serafina con fuerza.

—No me dejes sola, por favor —pidió, sintiendo un nudo en su garganta y el deseo amargo de echarse a llorar.

Serafina la miró con pena y tristeza.

—Mi Lady, no creo que  a su esposo le agrade mi presencia en su casa —musitó.

Regina se sintió nerviosa ante su respuesta.

—Por favor, Serafina, no me dejes sola. Convence a mi padre de que te permita ir conmigo, así sea por un tiempo —pidió desesperada.

Serafina no pudo contenerse y rompió en llanto.

—Voy a tratar, Mi Lady, pero no le prometo nada —se disculpó.

Regina asintió, eso era mejor que nada.

—Vamos, Mi Lady —le insistió, limpiando sus lágrimas y tendiendo la mano para ayudar a Regina a levantarse.

Las piernas de la mujer temblaron cuando se puso de pie, le fue casi imposible dar el primer paso, pero lo consiguió y luego otro y otro más hasta que llegó a las escaleras donde su padre la esperaba, vigilante y angustiado.

Regina comprendió en ese preciso momento lo difícil que era para su padre todo aquello, se dio cuenta de que no solo ella estaba sufriendo y el dolor fue multiplicado, era la causante de que su padre traicionó al Rey, sus ideales, su noble corazón.

Con la culpa pesando sobre sus hombros, no tuvo más remedio que bajar las escaleras y caminar hacia su destino, solo esperaba que Dios se apiadara de ella y la perdonara por el daño que había causado a su padre y el que estuvo a punto de causarle a otras personas.              

El sacerdote era un hombre viejo, lento y en extremo ceremonioso, que terminó haciendo una boda que se le antojó eterna a Regina, quien durante todo el tiempo estuvo ajena, pensando en lo que sería su vida de ahora en adelante. 

Un carraspeo la trajo de vuelta a la realidad, esa dura realidad en la que estaba sellando su destino con Lucio. La mirada penetrante del hombre hizo que un escalofrío la recorriera y ella tragó con fuerza. 

—Los votos… —dijo el sacerdote de mala manera y ella asintió. 

Lucio ya había dicho sus votos, ella no escuchó nada y lo siguiente que supo fue que él deslizaba la argolla por su mano, de una forma un poco brusca y seca. 

Regina se limitó a repetir las palabras que el sacerdote le decía, ella dijo sus votos con resignación y sin desearlo. Sus manos temblaron al deslizar la argolla por el dedo de Lucio, quien lucía una sonrisa que transmitía todo, menos felicidad y paz.   

—Los declaro marido y mujer. Que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre —profesó el sacerdote y la bilis subió por la garganta de Regina, quien necesitó respirar profundo y tragar el amargo sabor. 

Los aplausos y vítores no se hicieron esperar, cada felicitación le supo a hiel a Regina, mientras que su ahora esposo, sacaba pecho y hablaba emocionado, demostrando un falso amor por ella. El hombre no dejaba de halagarla, decir lo ilusionado que estaba por esa unión y que su corazón estaba desbordante de felicidad. Ella sabía que todo era una gran mentira, si en el pasado había cruzado palabra tres veces, había sido por obligación y por escasos segundos, así que, no había forma de que el hombre se enamorara de ella y mucho menos, ella de él.    

La fiesta fue inmensa, todo lo opuesto a lo que ella deseó, pero era entendible que Lucio botó la casa por la ventana, pues se había convertido en el yerno de un conde y sería más importante en la sociedad; su ambición estaba siendo gratificada, contrario a lo que Regina estaba experimentando. 

El momento más temido de la noche llegó, los novios abandonaron la fiesta, para ir a la privacidad de su recámara y consumar la unión. Todo el cuerpo de Regina temblaba, ella habría dado todo lo que tenía para seguir en la fiesta, pero también era cierto, que no tenía nada. 

—Ven acá, muñequita —dijo Lucio con voz ronca y una mirada lasciva. Un nudo se aferró en la garganta de Regina. Solo escucharlo de esa forma hizo que sus intestinos se revolvieran, pero tuvo que hacer acopio de sus fuerzas cuando su esposo la haló con fuerza contra su cuerpo y no le dio tiempo de escapar a su beso. 

Regina se había besado con dos hombres en su vida, el rey había sido suave, mientras que Henry fue tosco y posesivo, pero eso no se comparaba a lo que sintió con Lucio. El hombre no solo fue posesivo, sino demandante y controlador, la hizo sentir insignificante, utilizada simplemente para calmar sus ganas. 

El cuerpo de Regina cayó con fuerza sobre la cama, Lucio rasgó el vestido, pues no tenía la paciencia para desvestirla con cuidado, como cualquiera esperaría que un hombre “tan enamorado” lo hiciera. Ni siquiera notó que su esposa no había usado el ajuar, demostrándole a Regina lo que en un momento alcanzó a sospechar. Alguien más lo había elegido en su nombre, solo por mero requisito. 

—Ábrete para mí, muñeca —exigió él. Las lágrimas resbalaban silenciosas por las mejillas de Regina y su cuerpo estaba tenso, mientras intentaba cubrirse con sus manos —. Deja la vergüenza, soy tu esposo, además, te recuerdo que no soy el primero. 

Cerró sus ojos, respiró profundo y de la misma forma en la que se había abstraído en la iglesia, lo hizo en la recámara, quedándose a disposición de su esposo, quien calmó sus deseos y la marcó como suya, como el trofeo que acababa de ganar.

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