47. La lengua de la víbora
La cantina de El Gallo Tuerto era un lugar que olía a aguardiente rancio, sudor seco y resentimiento. Las tablas del suelo crujían con cada paso, los bancos cojeaban como viejos heridos y las moscas parecían haber hecho un pacto de permanencia con el diablo. Isolde Poms secaba con desgano una jarra sucia detrás de la barra, mientras observaba a su hermano mezclar un brebaje que difícilmente podía llamarse licor.
—Otra noche, otra ralea —murmuró, echando una mirada despectiva al grupo de forasteros que acababa de entrar.
Vestían con cuero curtido, botas con espuelas, y portaban cuchillos al cinto con naturalidad. Uno de los hombres era grande como un roble, con una barba oscura que ocultaba media cara y unos ojos que no reían nunca, ni siquiera cuando su boca lo hacía; quien parecía comandar, se acercó hacia la barra, no sin darle una mirada lasciva a una doncella madura con la que se cruzó en el camino. Parecía que ser mesera era su trabajo alterno, pues sus dotes de mujer complacient