Vicenta es una joven con gran carácter quién es obligada a vender su cuerpo, sin embargo, es rescatada por el líder de la mafia italiana, pero su salvación es su calvario porque Maurizio Santoro se obsesiona con ella.
Leer másMe llamo Vicenta Aguilar. Mi madre, mi abuela, y todas las mujeres de mi familia han tenido el mismo destino: la prostitución. Es como una cadena que ninguna logró romper, un peso que todas llevamos y que, al parecer, se hereda con la sangre.
Mi madre, Liana, creyó que podía escapar de ese destino. Soñaba con algo mejor, algo diferente, y en su ingenuidad se enamoró de un hombre. Ese hombre era mi padre. Pero él no la quería. Solo la tomó para tenerla como su amante, para usarla y descartarla cuando le resultó inconveniente. Él enfureció cuando ella cometió un error, embarazarse de mí. Mis recuerdos de los primeros años con él son pocos, fragmentos borrosos que me atormentan en sueños. Recuerdo su voz dura y fría, como un látigo que siempre encontraba su blanco. "Llámame "señor"" "No soy tu padre. Ya tengo una familia, una hija a quien amo. No como a ti, hija de una puta" Cuando finalmente nos echó a la calle, mi mundo, que ya era pequeño, se rompió del todo. No teníamos a dónde ir, y ella no tuvo más opción que regresar al burdel para trabajar. Recuerdo cómo se arregló frente al espejo, tratando de borrar las lágrimas con maquillaje barato. Ella nunca permitió que alguien me tocara. Se convirtió en una leona cuando se trataba de protegerme, y por años logró mantenerme a salvo. Pero todo cambió cuando cumplí quince años. Ese fue el año en que mi mundo se derrumbó completamente. Mi madre murió. Fue durante el parto de mi hermanito. Ella había vuelto a creer en el amor, en las promesas vacías de un hombre que desapareció cuando supo del embarazo. Siempre creyó que el amor podía salvarla, pero lo único que hizo fue destruirla. En este momento estoy cargando a Daniel, mi hermanito. Su carita es perfecta, con ese cabello oscuro y los ojos grises que me miran con adoración, como si yo fuera su mundo entero. Le he enseñado a decir "te amo", y cada vez que lo hace, siento que mi corazón se rompe un poco más, porque sé que no puedo protegerlo para siempre. —Te amo, Vicenta —me dice, con su vocecita dulce y confiada, abrazándome con sus brazos pequeños. —Y yo te amo más, mi niño —le susurro, acariciándole el cabello, intentando ignorar el nudo en mi garganta. El momento se rompe cuando aparece mi abuela, la dueña del burdel, con su presencia imponente. Su vestido apretado y el olor a perfume barato siempre llenan cualquier habitación. Se queda en la puerta, mirándome como si estuviera evaluando una mercancía. —En una semana cumples dieciocho, Vicenta —dice, su tono frío y calculador—. Es hora de que empieces a pagar tu lugar aquí. Eres hermosa, niña, y pagarán una fortuna por tu pureza. Su mirada me hace sentir desnuda, expuesta. Me aferro más fuerte a Daniel, como si eso pudiera protegerme de sus palabras. —No quiero que nadie me toque —le respondo con firmeza, aunque mi voz tiembla un poco. Levanto la barbilla, tratando de parecer más fuerte de lo que realmente soy—. Puedo ser mesera o hacer cualquier otro trabajo. Mi abuela suelta una risa seca y cruel, como si hubiera dicho algo ridículo. —Esas son las reglas, Vicenta —me corta, dando un paso hacia mí—. Me he encargado de tus gastos y los de ese mocoso desde que tu madre murió. Pero tú sabes que hay otra opción. Ese bebé es bonito, ¿sabes? Muchas familias pagarían bien por él. Mi cuerpo se pone tenso, y mis brazos se cierran aún más alrededor de Daniel. Siento un calor que me sube al rostro, una mezcla de rabia y miedo que casi me ahoga. —No, abuela. Daniel es lo único que yo tengo —le respondo, mi voz más fuerte ahora. Ella me mira con desdén, como si fuera una niña tonta que no entiende cómo funciona el mundo. —Vicenta, no eres más que una mocosa sin familia ni dinero. Jamás podrás mantener a un bebé. Él te estorba, y tú a él. Sus palabras me golpean como un puñetazo en el estómago, pero no le doy el gusto de verme llorar. Aprieto a Daniel contra mi pecho y mantengo la mirada fija en ella. —No voy a abandonarlo. Haré lo que sea, pero no me separaré de mi hermano. Mi abuela solo sacude la cabeza con una sonrisa amarga antes de darse la vuelta y marcharse, dejando en el aire un silencio pesado, lleno de amenazas no dichas.Pasé un fin de semana agotador con Maurizio. Apenas me dejó salir de la cama; pasamos horas enredados el uno con el otro. Aunque sus besos y caricias no eran correspondidos, eso no lo detuvo para hacer conmigo lo que quisiera. Me sentía como un objeto, algo que usaba para su satisfacción. Pero, aunque me costara admitirlo, en el fondo disfrutaba todo lo que hacía. Estaba descubriendo un lado nuevo de mí, entregándome a un hombre por primera vez. Él era mi primero en todo, y no podía evitar preguntarme si los demás hombres serían igual de apasionados que él. Cuando finalmente regresé a mi rutina, me encontré con las demás sumisas. Mientras ellas hablaban de sus vidas, Ania me contó sobre sus hermanos y sus padres. Un nudo de tristeza se formó en mi pecho al recordar a mi hermanito. Las historias de las otras mujeres eran impactantes: muchas venían de burdeles o habían sido víctimas de la prostitución. Ellas agradecían a Mau como si les hubiera dado una nueva vida. Sin embargo, Ania
Maurizio Santoro Soy Maurizio Santoro, líder de la Camorra, la mafia que gobierna el sur de Italia. Mi familia, con raíces profundas en el mundo del crimen, ha controlado este territorio durante generaciones. La mitad de Italia me pertenece, mientras que la otra está bajo el mando de mi primo, quien lidera la Famiglia en el norte. Juntos somos un imperio, aunque cada uno tiene sus propios dominios y reglas. Desde los tres años fui entrenado para este mundo. Aprendí a matar sin pestañear, a sobrevivir bajo las peores condiciones. He soportado heridas, torturas, y pruebas que habrían acabado con cualquiera. No heredé mi posición; la gané con sangre, sudor y una determinación inquebrantable. Soy un hombre temido. Nadie osa desobedecerme. Nadie me toca y vive para contarlo. Mi palabra es ley, y el respeto que inspiro no se basa solo en el poder que tengo, sino en el terror que soy capaz de desatar. Y ahora, una mocosa de apenas dieciocho años cree que puede hacer su santa volunta
Me desperté sintiéndome débil, con un dolor que atravesaba cada rincón de mi cuerpo. Era como si toda la energía que alguna vez tuve se hubiera desvanecido. La impotencia se asentaba en mí como una carga pesada. Siempre valoré mi virginidad, pero ahora, descubría con tristeza que mis esfuerzos por protegerla no habían servido de nada. —Vicenta, entiendo que esto es difícil para ti, pero el dolor disminuirá con el tiempo —dijo Natalia, tratando de consolarme mientras me extendía un vaso de agua. —¡No puedo soportar a ese miserable! —espeté, con la voz cargada de rabia—. Lo odio, Natalia. Si pudiera, lo mataría con mis propias manos. Natalia se inclinó hacia mí, con el ceño fruncido por la preocupación. —Niña, hablar así puede traerte problemas. Aquí todo lo que dices y haces puede tener consecuencias. —No me importa —respondí con dureza—. No puedo aceptar esta situación como si fuera normal. Ella suspiró, dejando la pastilla del día siguiente sobre la mesa junto a mí. —P
El lugar donde vivimos las sumisas se siente como una jaula, un espacio limitado dentro de la enorme mansión. Los cuartos, una pequeña cocina, y las áreas designadas para nosotras tienen un ambiente pesado y sofocante. La otra mitad de la mansión, mucho más lujosa, está reservada para los señores y los sirvientes. Cruzar esa frontera está prohibido; cualquier intento de hacerlo se castiga severamente. Ahora estoy con las demás sumisas, reunidas en una sala. La señora Natalia, quien parece encargarse de nosotras, me las ha presentado una por una: dos gemelas asiáticas, cuyos nombres me resultan difíciles de recordar, dos chicas rubias llamadas Chía y Ania, y la más notable de todas, Carla. Ella no deja de mirarme con desafío. Es la favorita del señor y, según he oído, pasa los fines de semana con él. Son todas mayores que yo, deben estar entre los venticinco y los treinta años. Yo, con apenas diecocho, soy la más joven del grupo. Además, creo ser la única que aún conserva su vir
Vicenta Aguilar Abrí los ojos lentamente, pero todo a mi alrededor estaba oscuro. La confusión me invadió mientras trataba de recordar cómo había llegado hasta ese lugar desconocido. Mi mente buscaba respuestas, pero solo encontraba vacíos. Recuerdos borrosos de mi abuela y algo extraño que me había inyectado. Al despertar, me di cuenta de que aún llevaba el mismo vestido ajustado de ayer. Antes de levantarme, vi a una mujer acercándose. Tenía el cabello castaño oscuro recogido en una coleta y vestía ropa sencilla, como de sirvienta. Sentí curiosidad y miedo al mismo tiempo, preguntándome qué quería de mí.— Soy Natalia, la encargada de preparar a las sumisas. ¿Eres Vicenta, verdad?— Sí, soy Vicenta. Pero no entiendo, no soy sumisa.Las sumisas son mujeres que, en el mundo oscuro de la mafia italiana, se dedican a satisfacer los deseos de los líderes mafiosos. Son consideradas amantes exclusivas, y su único propósito es vivir en la mansión del líder, complacerlo y cumplir con sus
Vicenta Aguilar Finalmente llegó la noche. Estaba en mi habitación, mirando el traje que mi abuela había elegido para mí. Era un conjunto espectacular, ajustado a mi cuerpo y con un brillo que resaltaba cada curva. No pude evitar preguntarme de dónde había sacado el dinero para algo tan lujoso. Pero al final, no importaba. Ya me encontraba atrapada en esto. Dani también decidió unirse a la velada. Juntas, caminamos hacia el escenario, donde otras chicas se preparaban. Cada una llevaba su antifaz y su atuendo provocador, lista para llamar la atención. Al ritmo de la música, me deslicé alrededor del tubo, moviendo las caderas con la destreza que Daniela me enseñó. Los pocos clientes presentes nos observaban, y aunque había nervios en el aire, intentaba concentrarme en mi baile. Tal vez si ganaba dinero bailando mi abuela cambiaría de opinión y no me obligaría a venderme. Pero pronto, algo me sacó de mi concentración. Entre los clientes, uno destacaba: el señor Santoro. Su mirada
Último capítulo