― Hola, cielo, ¿ya te despertaste?
Una mujer mayor estaba frente mi cara. Tenía una sonrisa pronunciada; era bajita y regordeta, con el cabello gris recogido en un moño. Me recordaba a los típicos personajes de los cuentos infantiles. Tenía una voz melodiosa y muy dulce. ― ¿Dónde estoy? Me encontraba tumbada en una cama dentro de una extraña cabaña de madera. Había grandes estanterías con frascos de cristal, ramilletes de hierbas colgaban del techo y, además de mi cama, había otras repartidas por la sala. Y una gran mesa de madera donde había un montón de libros y papeles. El ambiente olía a madera con mezcla de hierbas, y no estaba segura por qué, pero ese olor me tranquilizaba. La cabeza ya no me dolía y alguien había curado todas mis heridas. Giré la cabeza y vi, junto a la ventana, una silla, como si alguien hubiera estado velándome durante la noche. ― Estas en las tierras de Dante, en el Claro de Luna, mi niña. ―La mujer me sonrió con ternura―. Mi nombre es Gertru y he sido la encargada de tu cuidado. Miraba a la mujer confundida. ― ¿El Claro de qué? Soy Kyria, pero no puedo decirte nada más. No puedo recordar absolutamente nada. ―El desconocimiento y la impotencia de no saber quién era empezaban a causarme ansiedad―. ¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado hasta aquí? Me desperté tirada en el suelo sin saber quién era... Gertru me miró con simpatía e intentó reconfortarme. ― Nada, nada, nada, tú no te preocupes por nada, mi niña. Tiempo al tiempo, todo se resolverá y tendrás tus respuestas. Las preguntas atontan la cabeza, y ahora solo debes pensar en recuperar fuerzas. Llegaste aquí muy malita, realmente llegamos a temer por tu vida. Me alegra tanto verte bien... Yo estaba muy perdida, no entendía nada. Le agradecía de corazón que me hubiera cuidado y salvado, pero en ese momento necesitaba respuestas, y Gertru no paraba de hablar, aunque no respondía a ninguna de mis preguntas. ― Ahora, si te parece bien, saldremos y te enseñaré nuestra aldea en el Claro de Luna. Conocerás a quienes viven aquí. No somos muchos, pero todos formamos una gran familia; aquí cuidamos los unos de los otros, y tú, mi niña, ya eres parte de nuestra familia. Ahora mismo yo soy la persona más mayor de la aldea; he viso ya muchas Lunas... aunque no lo parezca. Su voz me transmitía tranquilidad y confianza. La misma tranquilidad que solo puede darte una madre. Se veía una persona bondadosa. En ese momento no sabía muy bien qué decir, y creo que ella lo notaba. Permanecí callada, y mirándola, escuchando todo lo que me decía. Cogió mi mano y la apretó, en un gesto de de cuidado y confianza. ― Venga, vamos, vamos, vamos, mi niña. Ven, que te enseño todo. Anda, levántate. Me incorporé, aunque me costó; mi cuerpo seguía magullado. Seguí a Gertru, y esta abrió la puerta de la cabaña. Lo que había al otro lado me dejó sin palabras. La aldea era pequeña, hecha con casitas de madera. La madera de las cabañas estaba decorada con diferentes tallas de dibujos, antiguos similares a las runas. La luz se filtraba entre enormes árboles que rodeaban todo el lugar. A lo lejos, se veía una cascada y se escuchaba el rumor del arroyo. Caminábamos despacio por los senderos de tierra que hacían de calles. Gertru me enseñó la plaza, y me señaló una cabaña más grande, explicándome que allí realizaban las asambleas. Yo estaba fascinada por ese lugar. Unos niños pasaron corriendo junto a nosotras, jugando. ― ¡Viktor! Acuérdate de decirle a tu padre que lo estoy esperando para darle el remedio que me pidió en el consultorio ―le dijo Gertru a uno de ellos. El niño asintió y salió disparado con los demás. ― Ven, mi niña, ven ―me hacía señas para que me acercara―. Mira, como te iba diciendo: esa cabaña de allí es la escuela. Al lado está la de Héctor, el profesor. Y en esa otra vive Esme, mi aprendiz y ayudante en el consultorio. Trabajamos juntas; nos dedicamos a curar a los que vienen enfermos, de hecho, ella me ayudó con todos tus cuidados. Y allí, fíjate, está... No me estaba enterando absolutamente de nada. Gertru me daba tanta información sin conocer a nadie que al final me limité a asentir con la cabeza. ― ... y bueno, Dante no está porque ha tenido que sal... Mi mente hizo clic al escuchar ese nombre. ― ¿Dante? ¿Quién es Dante? Alguien se acercó por detrás de nosotras. ― Yo soy Dante.