Teo corría por ese callejón de atrás del comedor tanto como sus pies soportaban.
—¡¿Qué pasa?! —preguntó a los gritos la chica.
—¡Solo corre! —gritó él, con el aire faltante en su pecho, se hallaba desacostumbrado a hacer esa clase de deporte al extremo.
Llegaron a una tapia que saltaron y se refugiaron en el interior de una casita en ruinas.
—Que horrendo lugar, aquí si que nos pueden matar. —dijo Susan, mirando a su alrededor las paredes resquebrajadas y la suciedad acumulada por años.
Teo miró hacia afuera y no logró ver al mercenario.
—Nos estaba siguiendo, estoy seguro. —dijo, con la voz entrecortada.
—Pues quizá lo hayamos perdido. —Susan se sentó en el suelo. —¿Qué le debes a ese sujeto que huyes de ese modo?
—No le debo nada. —contestó, cayendo al suelo también. —Es un hombre peligroso y ha querido matarme en muchas ocasiones.
—Eres una persona extraña, Teodoro. —suspiró y miró hacía la puerta, que se hallaba destruida. —Si viene por ti, ¿Por qué te mataría? Eres el príncipe.