Decisiones

Eva soltó un sinfín de lamentos en su cabeza, viendo que ya no tenía salida. Estaba acorralada, el soldado era fiel a los que querían mantenerla encerrada, la llevaría de vuelta sin pensarlo mucho. Usualmente ese lugar solo estaba frecuentado por las mañanas y algunas tardes, Eva se había confiado.

—Yo solo paseaba, el conde no quiere verme allí dentro… —empezó a decir, tratando de inventar una excusa, con la voz entrecortada y nerviosa.

—¿Eh? —El guardia no creyó ni una sola palabra, el decreto establecía que Eva debía estar confinada en su torre y solo tenía permiso para salir cuando su esposo le ordenase estar a su lado.

Vio en sus ojos que sabía sus intenciones, no la dejaría excusarse y la acusaría con Felipe. Ya podía sentir el dolor de su piel ante las represalias y el corazón le latía con velocidad. Una ráfaga de valor la invadió, se dijo a sí misma en lo profundo de su ser que debía seguir intentando. El hombre estaba ebrio, no le costaría despistarlo si tenía suerte.

—¿Y que hace usted aquí? —le preguntó ella, levantando la cabeza y enfrentándolo con la mirada, algo que jamás hacía.

El hombre estuvo a punto de responder, estaba confundido y muy mareado. Se tambaleó antes de empezar a aproximarse para atrapar a la chica, a quien debía llevar de vuelta al castillo por órdenes que seguía cada día como rutina.

Para Eva, el tiempo se paralizó por unos segundos, quedando en una desesperación que la paralizó y pudo ver toda su vida por delante. Sus momentos felices, su maldición al lado de Felipe. Las cosas debían cambiar, era tarde para arrepentirse. Dándose un último aliento empujó al caballero hacia atrás, con toda la fuerza que consiguió y se marchó a correr con la mayor velocidad que sus piernas le permitían.

Solo escuchó el grito ahogado de su guardia, que cayó de cabeza golpeándose con la roca del suelo. No miró atrás, sin embargo, no le importó, solo veía su libertad y la amenaza de condena. Sus zapatos se perdieron a mitad de camino, quedando descalza sobre el terreno pedregoso, sus pies se lastimaban a cada paso. Escuchó la alarma del castillo, con el sonido de la campana cuando se hallaba cerca de salir de los jardines reales. Al ver la fuente corrió hacia ella para beber agua y luego se refugió al otro lado de las rejas, que separaban el castillo del bosque. Respiró un poco más aliviada, pero se oían los corceles relinchar y los cascos, lo que indicaba que habían comenzado a buscarla y debía apresurarse.

El bosque era muy frondoso, difícil de transitar y, sobre todo, desconocido. Eva encontró que su miedo interno crecía conforme se sumergía en sus caminos y empezó a preocuparse por su seguridad. Quiso volver al castillo, pero ya no recordaba el sendero de vuelta, siguiendo derecho hasta poder encontrar algún sitio donde refugiarse. Cuando salían de paseo con Daren, iban por lugares más amigables donde se quedaban a acampar o a visitar algún poblado. Nunca había hecho tal cosa como esta. Al recordar esos días felices suspiró, aún enamorada de su antiguo prometido. Ella lo amó desde el primer segundo en que se vieron y su pasión siempre crecía, era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida.

Si cerraba los ojos, podía ver a Felipe castigándola por intentar apartarse de su lado, tal como le decía que lo haría cada vez que intentaba desobedecerlo. Divisó una figura extraña a unos metros de distancia, sin lograr identificarlo. La noche no la dejaba ver casi nada, a pesar de que se esforzaba mucho y lograba distinguir lo más importante. Los ojos rojos aparecieron dando inicio a sus temores, al pensar que se trataba de un animal, intentó ahuyentarlo arrojándole ramitas.

—¡Fuera! ¡Vete! —gritó, sin percatarse de que debía ser más sigilosa, el miedo al animal la aterrorizaba.

La bestia no se hizo presente en el primer momento, se ocultó entre las sombras para acecharla despacio. Eva sabía que se acercaba, que en cualquier momento se lanzaría sobre ella, su respiración se agitaba, correr no era una opción. No iría muy lejos, el animal la alcanzaría rápidamente.

Los caballos también se acercaban. El sonido de los cascos llegaba con más claridad y Eva, rogaba en silencio por un poco de suerte. Pidió por una salvación, una oportunidad para volver a vivir una vida. Quería dejar atrás todo ese sufrimiento y eso era tan difícil. El camino era cuesta arriba y ahora parecía que todo se terminaría en unos segundos.

—¡Por allí, busquen a la condesa Eva! —se escuchaba cada vez más cerca, retumbando en sus oídos. La condesa fugitiva que ahora moriría devorada por una fiera.

Otros llamados, los guardias se preparaban para una gran búsqueda exhaustiva, Felipe debía estar furioso. El animal casi estaba frente a ella, podía oírlo respirar con brusquedad, sus ojos rojos enfocándola. Al verlo casi se infarta, una bestia de color grisáceo, con el pelaje sucio, los ojos salvajes, los colmillos afilados. No era un hombre lobo común, este era más grotesco y peligroso, iba a devorarla en unos pocos minutos. Las historias narraban a los hombres lobo del sur como inofensivos y buenos ciudadanos, pero estos eran de los que tanto se hablaba. Los lobos del norte no tenían limites, eran agresivos y tenían un apetito voraz.

Eva trató de huir hacia un costado, tratando de perderlo, pero este la mordió justo en la pierna, sujetándola con sus dientes. Lanzó un largo grito de dolor, tratando de liberarse, era tan fuerte.

—¡Por allá!

Se escuchó decir a la caballería, al oír su grito de agonía. Los caballeros se aproximaban. Eva lloraba atrapada en la mandíbula del lobo, que sostenía su pierna y la incapacitaba. Su suerte ya estaba echada, la bestia ya casi empezaba a devorarla. Su gruñido tan cerca de su rostro, no entendía porque tenía tanta mala fortuna. La muerte la alcanzaría de todas formas, se resignó a partir, lejos de Felipe al fin, pero sin la oportunidad de empezar en un lugar nuevo. Ya no tenía esperanzas ni fantasías a los cuales aspirar, ahora al borde de la muerte.

En un movimiento repentino, su pierna fue liberada, desgarrando con sus dientes su pobre pantorrilla, los hilos rojos caían por sus pies filtrándose en la tierra húmeda. En un principio no lo vio con claridad, hasta que estuvo en sus brazos. Sintió su fuerza envolviéndola, con el roce de su tapado de piel que la cobijó y la mantuvo protegida. Los guardias ya no se oían tras ella, estaba viajando a gran velocidad. Algo la había rescatado y ahora la llevaba a algún sitio. El ardor de su pierna herida le impedía concentrarse en ver quien la estaba llevando.

Despertó en una cabaña de madera pequeña, sobresaltada e inmovilizada por el dolor en su pantorrilla, que parecía empeorar. Había una estufa encendida con fuego y ella estaba recostada en una cama de troncos macizos, una cobija gruesa le impedía sentir frío y esa calidez hizo que pensara que estaba en un auténtico hogar.

El aroma que venía desde lo que parecía ser la cocina se le filtraba por la nariz, haciendo que su estómago rugiera. Por un momento pensó que era una alucinación y seguía en la torre, todo era tan extraño que no lograba asimilarlo.

Fue allí cuando lo vio entrar al cuarto, él se movía de forma un tanto tosca, era un hombre muy grande. Su ropa desgarrada dejaba ver el tamaño de sus músculos, su barba y su cabello eran de color café, sus ojos de un verde intenso. Tenía la mirada dura y expresiva al mismo tiempo, tan apuesto que Eva, creyó todavía que se trataba de una alucinación. No era un príncipe, sino más bien todo lo contrario, era la rudeza encarnada.

—Vuelve a dormir.

Le dijo con su voz ronca, mirándola con seriedad. Se retiró a la otra habitación, dejando a Eva sola nuevamente en ese pequeño cuarto. Nunca había dormido en un lugar tan cálido.

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