A veces, el tiempo no se mide en horas, sino en latidos.
Y los míos se hicieron eternos.
Habían pasado días. Días sin ver la luz del sol, sin saber qué hora era, sin oír otra cosa que no fuera el eco de mis pensamientos y el goteo constante que me volvía loca. Mis heridas ya no sangraban, pero no sanaban. No por completo. Porque lo que más dolía no eran los golpes… era el abandono.
No sabía nada de Damon.
Ni una palabra.
Ni un intento.
Ni una señal.
Solo la oscuridad del sótano, las cadenas que me sujetaban al catre mugriento y una comida al día, si tenía suerte. Nunca el mismo rostro, nunca una conversación. Solo la rutina del encierro y la miseria que se acumulaba en mi piel, en mi alma.
El silencio era peor que los gritos.
Peor que los golpes.
Peor que todo.
Y entonces, esa noche… pasó algo distinto.
Estaba medio dormida. O más bien, medio muerta. No tenía fuerzas. Ni para pensar, ni para odiar, ni para llorar. Pero los oídos… esos todavía funcionaban.
Y escuché dispar