—¿Alquiler?—Santiago giró la cara para mirarla y enarcó las cejas, con una sonrisa irónica en la comisura de los labios— . ¿No estamos casados? ¿Todavía le cobras el alquiler a tu marido?
—Tú...
Berta no esperaba que se le ocurrieran las palabras, al instante se puso roja y le miró aturdida, incapaz de decir nada.
Santiago rió suavemente y dejó de burlarse de ella.
Su cama plegable seguía en pie fuera del porche, y la sacó con una mano, dispuesto a ponerla de nuevo en el rincón.
Al pasar por Berta, vio sus pequeños lóbulos rojizos e incluso vellos en su carita.
El aroma natural del cuerpo de la señorita le llegó directamente a la nariz.
De repente, su corazón se agitó ligeramente y se detuvo, susurrándole: —Esta cama...gracias.
Berta levantó los ojos y se encontró con los suyos, y la profundidad de su mirada se estrelló contra un lugar desconocido de su corazón.
—Oh, sí. ¡Estaba esperando a que dijeras algo!—Berta bajó la voz—. Es sobre la licencia de matrimonio...
Santiago entró y se