87. Revelaciones
Nuria
Me desperté con el tipo de silencio que no era paz.
Era ausencia.
La habitación estaba demasiado quieta. Demasiado densa. Como si el aire contuviera la respiración conmigo.
No había pasos en el pasillo. Ni voces susurradas. Solo el sonido amortiguado de mi corazón… y su olor.
Ese maldito olor.
Estaba por todas partes. En la almohada. En la sábana. En medio de las cobijas que yo misma arreglé la noche anterior, tomada por un instinto que ni yo misma comprendí del todo.
Todo intacto. Exactamente como lo dejé.
Me di la vuelta, tanteando el colchón a mi lado con la punta de los dedos.
Nada.
La tela estaba tibia. No caliente. Como si él hubiera estado allí… pero por poco tiempo. Como si su cuerpo aún se resistiera a la idea de permanecer.
Cerré los ojos y respiré hondo, inhalando el aire como una loba olfateando respuestas.
Su olor estaba presente. Amaderado, salvaje, cálido.
Pero había algo más.
Algo mal.
Un rastro más seco. Agrio. Denso como el humo.
Cortisol.
La hormona del estrés