Fiorina se bajó del coche frente al imponente edificio de “Casa Dorata M”.
¡Su corazón latía desenfrenado! No podía creerlo…
La principal casa de modas de Italia, la eterna rival de los Bernardi, la había citado para una entrevista.
Minutos después, una secretaria la escoltó hasta una puerta de doble hoja.
—Señorita Bianchi, ha llegado la señorita Cassini.
—Déjala ingresar —respondió una voz afilada desde dentro.
Clack~
La puerta se abrió. Fiorina entró con pasos firmes en una oficina con grandes ventanales.
En una mesa larga y de cristal oscuro, la diseñadora estrella de la empresa, Donatella Bianchi, estaba sentada con las rodillas cruzadas sobre una silla y sosteniendo una carpeta en la mano.
—Ni siquiera tomes asiento —soltó Donatella, sin alzar la vista de los papeles.
Fiorina se detuvo en seco. Un silencio cargado de tensión llenó la habitación.
Cuando pasaron diez minutos…
—Estás contratada —declaró Donatella por fin, alzando sus fríos ojos azules—. No por mí, desde luego. Fue orden directa de la dirección.
—Pero…
—¡Silencio! —la interrumpió Donatella, poniéndose de pie—. Mi asistente renunció. Necesito a alguien que sepa cómo se mueve este mundo. No a una principiante.
Comenzó a acercarse hacia Fiorina, con elegancia.
—Llevo más de un año siendo tu sombra en las revistas. Ahora serán mis diseños los que llenen las boutiques más exclusivas de Italia~ —susurró, con una sonrisita carmín—. Mientras tú estarás en una esquina, recibiendo mis órdenes. Eso sí, si quieres conservar este trabajo, si no puedes —susurró con tono venenoso, acercándose más hacia Fiorina—. Puedes irte. La puerta está abierta. Ve al mundo, a mendigar atención, a ser NADIE.
Fiorina no retrocedió. Al contrario, dio un paso al frente, reduciendo la distancia hasta casi rozarla. Alzó ligeramente la barbilla, con una chispa de desafío en sus ojos verdes.
—Acepto el empleo.
Mientras, en el piso superior, tras la pantalla de un monitor, un par de ojos grises observaban la escena con interés.
Giorgio Marchesani, CEO de “Casa Dorata M”, apoyaba la barbilla en su mano. Una ceja arqueada delataba su curiosidad.
—¿Así que ésta es la obsesión de Massimo Bernardi? —susurró para sí, con voz grave—. Parece… más decidida de lo que los rumores pintan. Y esa cicatriz… —hizo una pausa calculadora—… Cuenta una historia interesante.
………
✧✧✧ Un mes más tarde. ✧✧✧
Un Ferrari negro se detuvo frente a una mansión renacentista. Giorgio Marchesani bajó del vehículo y se dirigió con paso seguro hacia la entrada, donde lo esperaba el mayordomo.
—¿Cómo está mi madre, Renato?
—Débil, señor. Las quimioterapias la agotan.
Giorgio soltó un leve suspiro, asintió y subió directamente a la habitación.
Allí, postrada en la cama, estaba su madre, pálida, se veía más delgada que antes, pero al verlo… un brillo en los ojos grises de la mujer se mostró acompañado de una cálida sonrisa.
—Gior. Qué grata sorpresa —sonrió la mujer, su voz lenta, cansada.
Él se inclinó y besó ambas mejillas de su madre con delicadeza y naturalidad, seguidamente, se sentó en una silla acolchada cercana a la cama.
—¿Cómo te has sentido, madre? —preguntó él, tomando su mano con delicadeza.
—No estoy tan mal… pero me sentiría mejor, si mi amado hijo me diera buenas noticias, como que ha encontrado un nuevo amor, y pronto va a casarse para darme adorables nietos~ —soltó ella con un tono suave y levemente “bromista”.
Él sirvió un vaso de agua, de la mesita cercana.
—¿Sigues con esas bromas, madre? —le pasó el agua.
Ella suspiró, y negó levemente con la cabeza.
—No es broma, Gior. Realmente queremos verte feliz tanto tu padre como yo —posó la mujer su mirada en el agua—. Sabemos que hemos puesto mucha presión sobre tus hombros, ligándote desde niño a un matrimonio arreglado con los Ricciardi.
Un silencio tenso reinó en la habitación. Roto por doña Verónica.
—Si la razón por la que te rehúsas a casarte es ese arreglo matrimonial… olvídalo. Quiero que seas feliz. Mi tiempo se agota y… no quiero irme viéndote así. Solo elige a la mujer que prefieres, yo te apoyaré… ¿Hay alguien especial en tu vida?
Giorgio observó a su madre, débil, enferma, ilusionada. Una sensación incómoda invadió su pecho.
Daba igual una “mentira blanca” él quería verla sonreír.
—La hay, madre.
—¡Oh, dime! ¿Quién es? ¿Cómo es ella? ¿Hace cuánto la conoces? ¡Dios mío, me encantaría conocerla!
—Quizá en otro momento —respondió él, con una sonrisa evasiva…
Minutos después, al bajar, se encontró con su padre, cruzado de brazos en el vestíbulo.
—No juegues con los sentimientos de tu madre, Giorgio —soltó don Francesco Marchesani—. Lo vi todo por las cámaras de vigilancia. Sabes perfectamente que tienes que casarte con la hija de los Ricciardi. Ha estado pactado desde que naciste. Es por el bien empresarial.
Una sonrisa fría ladeó una esquina de los labios del CEO. Él posó su mano en el hombro de su anciano padre.
—El acuerdo con los Ricciardi ha caducado. Me casaré, sí. Pero con la mujer que yo elija.
Giorgio se marchó, sin decir más.
Su padre frunció el ceño, pero tampoco insistió.
No le importaba qué tanto se negara su hijo, tenía que hacerse responsable de ese pacto entre poderosas familias.