CAPÍTULO VIII EL MISTERIO TEMPLARIO (IV)

Hacia cualquier parte que mirara, Saki sólo observaba desierto. Las áridas arenas de un océano amarillo de piedra y polvo resecos. Excepto por los restos óseos de algún tipo de bovino, no había señales de vida, sólo el espantoso astro solar azotando el ambiente con un ardor infernal.

 Saki nunca imaginó que el calor podía ser tan grande. Sudaba copiosamente y su garganta estaba siempre seca. No importaba que tanto se protegiera del flagelo solar, siempre sentía la piel quemada, como si los rayos ultravioleta atravesaran las gruesas telas de ropa que le cubrían el cuerpo.

 Hacía tres semanas que habían dejado Acre y se habían internado en el desierto, y ahora estaba convencida de que se extraviaron, por lo que maldecía la hora en que se unió a la expedición.

 Desesperada, dejó que las últimas gotas remanentes d

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