Los invitados murmuran, escandalizados. Algunos se levantan. Los padres de Amara intercambian miradas heladas. Cristóbal, está inmóvil, con los puños apretados, quema a Liam con la mirada.
Pero ella no ve a nadie más, solo a él. A Liam. Con su cabello despeinado, su camisa arrugada, su corazón en la mano. A ese hombre que nunca la obligó a nada, que la amó con torpeza pero sin cadenas.
El sacerdote, confundido, da un paso atrás. Nadie sabe qué hacer. Nadie se atreve a hablar.
–¡Amara, por favor! –grita, avanzando entre los bancos con desesperación. –¡No te cases con él! ¡No digas que sí!
Cristóbal gira lentamente, sin soltar la mano de Amara, pero su rostro ya no sonríe. Sus ojos arden de furia. –¿Qué demonios crees que estás haciendo? –escupe con la voz tensa, venenosa.
Pero Amara no escucha ni a uno ni a otro. No por completo. Solo siente el corazón golpeando su pecho con la fuerza de algo que ha estado dormido demasiado tiempo… y acaba de despertar.
–Liam… –susurra con incred