–¡Liam! –grita Amara, justo cuando él se desploma con un grito ahogado, sujetándose la pierna con los dientes apretados por el dolor. La sangre comienza a manar con rapidez, tiñendo el piso sagrado.
Al instante el caos se desata. Los invitados gritan, se levantan de golpe, algunos corren, otros se agachan. Amara se lanza hacia él, sin pensar, sin respirar, sin miedo. Lo abraza, intentando frenar la sangre con sus propias manos, temblando.
–¡No, no, no! Aguantá… ¡mirame! –le suplica, sus dedos presionando la herida, sus ojos nublados por el pánico. – ¡Liam, mirame, por favor!
Pero entonces… Se abren las puertas con un estruendo. Diez hombres encapuchados irrumpen con violencia. El eco de sus botas sobre el mármol resuena como una marcha de muerte. Dos de ellos corren a cerrar las puertas con una cadena gruesa y oxidada. Otro saca un arma y apunta al sacerdote, que levanta las manos de inmediato.
–¡Todos quietos! –grita uno, con voz rasposa, metálica, como si llevara la garganta her