Los minutos se arrastran como siglos en la sala de espera. Amara camina de un lado al otro, con las manos temblorosas, con el corazón hecho un puño y la mente repitiendo las palabras de todos los médicos que, hasta ahora, no le han dado respuestas. Solo teorías, suposiciones y silencios.
Hasta que, de repente, las puertas dobles del pasillo se abren con un chirrido que hace que todos se giren al unísono. Un médico de mediana edad, de rostro severo y bata desordenada, avanza hacia ellos con paso firme. Lleva el expediente bajo el brazo, pero su mirada está fija en Amara. –Señorita Laveau… –dice con voz grave.
Antes de que pueda continuar, Úrsula irrumpe en la escena como un relámpago. La desesperación brilla en sus ojos pintados con precisión quirúrgica, pero ni el maquillaje logra disimular el temblor en sus labios. –¿Qué pasó? –espeta, interrumpiendo sin pudor. –¿Mi marido está bien? ¡Dígame ahora mismo!
El médico parpadea, visiblemente irritado, pero se contiene y Amara aprieta l