05

Candace llegó a su departamento y lo primero que hizo fue servirse una copa de vino hasta el tope. Se sentía fatal y además de la tristeza mezclada en sus facciones que se reflejaban sobre aquel contenido carmesí, había molestia, demasiada ira al recordar el comportamiento de su jefe. ¿Cómo demonios es que había caído ante él? Se suponía que él estaba ebrio, y aún así pudo haber hecho algo para detener aquel descontrol que surgió de pronto tras beber demasiado.

Y no había sido capaz de detenerse siquiera un segundo.

Se bebió todo el vino de un solo golpe y volvió a rellenarse la copa, sentada sobre aquel taburete, mirándose en la soledad nuevamente dentro de aquel departamento pequeño.

Odiaba estar sola, que no tuviera ninguna suerte en el amor. Detestaba fijarse siempre en todas esas personas que jamás iban a corresponderle. ¿Así de estúpida era? En verdad odiaba a Hasan.

Odiaba fingir ser esa chica tímida, cuando solo quería tirarse a sus brazos y besarlo sin parar. ¿Por qué no se daba cuenta de que había sido esa chica que lo salvó un día? Gracias a ella seguía con vida, pero no había duda de que era un hombre desagradecido. Al que no le gustaba absolutamente a nadie.

Pero estaba segura de que las cosas serían diferentes en caso de que ella perteneciera a su mismo círculo social y tuviera una posición económica destacada y alta. Pero siendo todo lo contrario, no tenía ninguna chance de estar con él de la manera que quería, entonces solo tenía que conformarse con seguir trabajando como su asistente en la compañía, al menos así podría verlo todos los días. Aunque aquello también era como tomar veneno, pues se convertía en una tortura tener que mirarlo todos los días y no recibir ni un poco de su atención, solo órdenes tras órdenes. Nada más que eso.

Gruñó y apretó tan fuerte la copa entre sus manos que el objeto se quebró y causó el derramamiento de vino. Los trozos de cristal se habían clavado en su palma interna, lejos de causarle dolor, de hecho, sentía un placer indescriptible en aquel momento. No era la primera vez que se cortaba, prueba de ello eran sus delgados brazos marcados por la desesperación y la locura.

—No puede ser —escupió al rato, al darse cuenta del desastre que había sobre la isla de su cocina y que tendría que limpiar.

En ese momento tocaron a su puerta y maldijo en voz baja, no quería que nadie viera lo que había pasado. Seguramente era la chismosa de su vecina tratando de conseguir algo prestado como siempre. Pero la joven se había destacado por ser una habitante más del edificio pacífica y amable con todos, por lo que no ignoró el llamado y puso su mejor sonrisa, se acercó a la puerta y tras mirar por la mirilla comprobó que se trataba de Elena.

Procedió a ocultar la mano lastimada a sus espaldas y abrió la puerta como si nada.

...

Sarah se dirigió a la cocina y empezó a revisar la nevera para ver si encontraba algo de comer, no había nada apetecible allí dentro, por lo que se conformó con la barra de chocolate que había adquirido el día de ayer cuando salió a caminar un rato.

—¿Eso es lo único que vas a comer, Sarah? Sabes perfectamente que siempre dejo algo para ti en el horno y hoy tampoco ha sido la excepción.

—¿Crees que necesito de ti, Maritza? Gracias por lo que has hecho, pero no voy a comer lo que dejaste en el horno, no me apetece en absoluto.

La aludida quiso echarse a reír, pero en lugar de eso enserió la expresión y negó con la cabeza.

—No digas tonterías, desde aquí puedo escuchar cómo te hace el estómago el hambre que tienes, pero eres demasiado orgullosa como para admitirlo. Allá tú, como has dicho, es tu vida, es tu problema. Solo déjame decirte que estás demasiado delgada y debes alimentarte mejor.

Sarah, con una actitud de altanería y egocentrismo, se llevó las manos a la cintura y le dedicó una mirada desafiante.

—Me tienes envidia, se te nota en la cara que eres una completa envidiosa. Actúas de esta forma porque sabes que no vas a conseguir nada de lo que yo estoy logrando, ya te veré arrodillándote a mis pies para pedirme hasta un dólar, ya lo verás.

—¿Estás insinuando que me voy a arrodillar por ti por un maldito dólar? No creas que voy a pedirte un solo centavo cuando obtengas todos esos millones de los que tanto estás alardeando. De hecho, pienso irme de aquí cuanto antes, así que espero que pronto te paguen para que puedas sobrevivir por tu cuenta. ¿Es que se te olvida quién paga las facturas ahora mismo? Porque desde que te echaron del trabajo no pones ni un centavo, ni siquiera para la comida o el arriendo. Todo el dinero sale de mi bolsillo —le echó en cara.

Maritza estaba demasiado cansada de su actitud tan altanera, de que le dijera todas esas cosas y se olvidara de la ayuda que le estaba brindando en ese momento. No era el tipo de persona que sacaba en cara la ayuda hacia los demás, pero Sarah estaba últimamente insoportable.

Sarah se quedó de piedra al darse cuenta de que tenía toda la razón del mundo. Esas últimas semanas, Maritza se había estado haciendo cargo de todos los gastos.

—Di todo lo que quieras, no me comeré tu comida y punto. Cuando tenga el dinero, te devolveré todo lo que has gastado aquí, que de todos modos no debe ser mucho —dijo con mucho desprecio en la voz y aquel tono tan desagradable que a Maritza le hacía hervir la sangre.

Y se marchó a su habitación dejando a Maritza en medio de la pequeña sala ofendida. Isabela tenía una sonrisa de victoria en los labios, pero al pasar los minutos el gesto se borró de su rostro. En el fondo sabía que había actuado de mala manera, no era correcto que le dijera todas esas cosas a una persona que, de hecho, la había ayudado.

Es que odiaba que dijera todo eso.

No era buena aceptando la verdad.

Se dejó caer sobre la cama boca arriba mirando el techo como si fuera lo más divertido de hacer y cuando menos lo esperó, su teléfono sonó repentinamente. Giró la cabeza y clavó los ojos sobre la pantalla iluminada. El nombre del remitente hizo que su corazón saltara.

—Hasan.

—Hola, ¿tienes planes mañana por la noche?

—No, estoy libre —habló pausadamente. Pero en realidad le faltaba incluso el aire al saber que estaba hablando con aquel apuesto hombre—. ¿Por qué?

—Porque quiero pasarla bien, y si no tienes nada que hacer mañana en la noche, entonces quedemos en vernos en la dirección que te voy a pasar. Para que te hagas una idea del lugar en donde estarás, es un hotel de lujo. Mandaré a mi chofer a recogerte, ¿de acuerdo?

—¿Es decir que mañana vamos a...

—No supongas nada, no dudes tampoco. Por supuesto que se trata de eso, lo haremos mañana —definió.

Se obligó a mantener la calma.

—Vale, estaré pendiente.

—¿Tienes ropa adecuada para una cena?

—No, es decir... Puedo solucionarlo.

—Espera, es tonto pensar que tendrías algo acorde, pero no te preocupes, alguien se encargará de comprarte un vestido y calzado. Lo necesario para que encajes en mi mundo —le expresó con bastante soberbia.

Ella sonrió.

Moría por saber qué cosa le iba a comprar. Definitivamente Maritza no sabía de qué se estaba perdiendo. Ahora veía el lado bueno de no haber estado con algún chico tonto, porque si no, no tendría la oportunidad de estar con un hombre adinerado como Hasan.

No sabía cómo lo iba a hacer.

Ahora que se le presentaba esa oportunidad, no solo quería convertirse en la madre de un hijo que él le daría, sino que tendría la oportunidad de acercarse más a él y ser la señora Al-Saeed. Ya podía suspirar, imaginándose entre lujos por doquier. Esa era la vida que merecía y no la miseria en la que se encontraba ahora.

—Me parece bien. ¿Es todo?

—Sí, nos vemos mañana —le dejó saber.

—Está bien, Hasan.

Entonces la llamada finalizó.

Una tonta sonrisa apareció en sus labios y dejó el teléfono sobre su pecho, que subía y bajaba con prontitud. No entendía cómo era posible sentir tanta atracción por un tipo al que apenas había conocido, con el que pronto se involucraría íntimamente, y alcanzaría muchas cosas.

Se sentía demasiado afortunada al estar en esa posición, al ser la elegida, porque estaba al tanto de todas esas mujeres que andaban detrás de él, sin embargo no habían logrado nada.

Y ella sí. Mucho.

Se atrevía a decir que estaba a un paso de entrar al cielo.

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