—Estos años, allá en Vancouver, ni siquiera se había resfriado —dijo Luciana.
Alejandro siguió su hilo con calma:
—Pedrito es un chico noble y de muy bajo mantenimiento.
—Sí —Luciana suspiró—. Hasta para enfermarse eligió el momento… Si hubiera sido hace unos años, quizá ni alcanzaba a llegar.
—Es su manera de pedirte mimos —sonrió Alejandro—. No le va a pasar nada grave.
Luciana se quedó un segundo en silencio; sin querer, se le aflojó un poco el nudo del pecho.
La cirugía no fue compleja y terminó en poco más de una hora.
De vuelta en la habitación, la anestesia no le había terminado de pasar. Luciana se sentó junto a la cama, le tomó la mano y con una gasa le limpió el lagrimón del rabillo del ojo.
—Tranquilo, Pedrito. ¿Te duele? Ya pasó lo peor. Tu hermana se queda contigo. Siempre —murmuró.
El muchacho parpadeó, como si eso lo calmara, y volvió a dormirse hondo.
Luciana quiso quedarse a pasar la noche, y era obvio que Alejandro tampoco pensaba moverse.
—No te quedes conmigo —insis