—Oh. —Luciana, de su mano, avanzaba despacito cuesta abajo.
La pendiente no era difícil, pero el camino se hacía largo.
—Ya no sigo… —agitó la mano—. Estoy cansada, se me acaba el aire. ¿Por qué no vas tú por un coche?
Alejandro dudó. No pensaba dejarla sola en medio de aquel cerro: el lugar parecía tranquilo, pero quién garantiza que no pase algo.
—Te llevo cargando —propuso.
—¡Ni lo sueñes! —negó con la cabeza—. Está bien, está bien, camino yo.
Él le sujetó el brazo.
—¿Sigues enojada conmigo?
—No…
—Entonces, ¿por qué no me dejas cargarte?
Luciana le lanzó una mirada imposible de describir. Si no lo dejaba cargarla, él se ofendía.
—Bueno —cedió—. Cárgame.
—Va.
Justo iba a agacharse cuando la vio girar en redondo.
—¿A dónde vas?
—¡Sígueme!
Él obedeció. Luciana avanzó unos metros, se detuvo y señaló el suelo.
—Aquí fue donde dije que ya no podía más. ¡Empieza a cargarme desde aquí!
…
¡¿?!
En la cabeza de Alejandro saltaron signos de exclamación, interrogación y puntos suspensivos. Ella