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El sol se filtraba a través de las cortinas de seda del cuarto de Cassandra, iluminando los pedazos del doctorado en medicina. Los contempló por última vez antes de guardarlos en un sobre. Aquel documento representaba años de esfuerzo, noches sin dormir y un futuro que ahora parecía más lejano que nunca. 

—Señorita Montemayor —escuchó la voz al otro lado del teléfono—, ya le hemos enviado los documentos solicitados de ginecología a su nuevo correo electrónico. 

A primera hora de la mañana, Cassandra se había dispuesto a llamar a todos los médicos de la aristocracia que creía pudieran tener a su hermana como paciente, hasta que después del tercer intento lo encontró. El doctor Herrera había creído su pequeña mentira cuando se hizo pasar por Danaé para solicitar los registros y ecografías de su embarazo. 

—Gracias —terminó la llamada mientras examinaba las imágenes. 

No cabía duda, Danaé estaba embarazada, ocho semanas, y Cassandra estaba segura de que el guardaespaldas era el padre. Por un instante, el deseo de venganza la consumió. Podría mostrar esas ecografías a su padre y ver cómo la perfecta Danaé caía del pedestal. Pero entonces comprendió la verdad amarga: si la reputación de su hermana se hundía, también la suya quedaría arruinada. 

Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. 

—Adelante —dijo, escondiendo rápidamente el ordenador bajo su almohada. 

Elena, su madre, entró con expresión preocupada. Sus ojos, idénticos a los de Cassandra, reflejaban una tristeza permanente que los años junto a Rodrigo habían tallado en su rostro. 

—Hija, ¿has visto a Danaé? No está en su habitación y la ceremonia es en seis horas. 

Cassandra se tensó. Creía saber lo que estaba ocurriendo. Huirían. El corazón de Cassandra dio un vuelco. Si Danaé huía, el sacrificio recaería sobre ella. La imagen del altar, del velo y del hombre desconocido, la golpeó con fuerza. Tenía que detenerla, aunque le costara todo. 

Sin más salió corriendo de la habitación, sin importarle los gritos de confusión de su madre, buscando detener a su hermana. Durante una hora, recorrió cada rincón del castillo hasta llegar al área de carga tras los jardines principales donde Danaé escapaba con una maleta en mano, vestida como mucama. 

—¡Danaé! —Cassandra gritó bajando los escalones a paso veloz—. Detente. No puedes hacernos esto. 

Danaé ni siquiera regresó a verla hasta que estuvo segura dentro del auto que su padre le había regalado en su cumpleaños veinte. 

—Lo mejor es que nos deje ir, señorita Cassandra —La voz de Marco tomó por sorpresa a Cassandra, haciéndola saltar del susto. 

—No pueden irse así, ella tiene que explicárselo a padre. 

—Basta, eso no pasará, el Conde nunca nos dejaría estar juntos y no puedo permitir que mi hijo sea criado en esta familia. 

Marco se acercaba de forma amenazante hacia Cassandra y esta, temiendo lo peor, se dispuso a gritar: 

—¡Ayuda! 

Pero fue lo único que Cassandra pudo hacer antes de que todo se volviera completamente oscuro. 

—¡Traidora! ¡Has permitido que esto suceda! —La voz de Rodrigo retumbó en el despacho familiar mientras arrojaba un jarrón contra la pared. 

Cassandra permanecía de pie, con la espalda recta a pesar del nuevo dolor ahora en su pierna. El intento tardío de detener a Danaé le había costado un empujón de Marco que la hizo caer por las escaleras del jardín. 

—Padre, cuando me di cuenta ya era demasiado tarde —respondió con voz firme, aunque por dentro temblaba. 

Elena sollozaba en un rincón mientras Rodrigo se acercaba a ella. 

—El contrato con los Blackwood no puede romperse. ¿Sabes lo que significaría para nuestra familia? ¿Para nuestros negocios? —Sus ojos se clavaron en Cassandra como dagas—. Tú tomarás su lugar. 

Las palabras cayeron como una sentencia de muerte. 

—¿Qué? No puedes estar hablando en serio —protestó Cassandra—. Ni siquiera me conoce, esperaba a Danaé. 

Sebastián Blackwood ha visto a Danaé  unas veces en eventos sociales. Con el velo puesto, no notará la diferencia hasta que sea demasiado tarde. Y cuando lo descubra, ya estarán casados. 

Elena se levantó, intentando interceder. 

—Rodrigo, por favor, debe haber otra solución... 

El sonido de la bofetada resonó en la habitación. Elena cayó al suelo, y Cassandra corrió a socorrerla. 

—Si no lo haces —susurró Rodrigo inclinándose hacia ambas—, tu madre pagará las consecuencias. ¿Está claro? 

Cassandra miró a su madre, la única persona que realmente la amaba en aquella casa de apariencias. Asintió lentamente, tragándose la rabia y el miedo. 

—Está claro, padre. 

La catedral resplandecía con arreglos florales blancos y dorados. Los invitados murmuraban en sus asientos, ajenos al drama que se desarrollaba tras bambalinas. Cassandra, enfundada en un vestido de novia que habían ajustado apresuradamente durante la noche, observaba su reflejo en el espejo. 

El velo ocultaba parcialmente su rostro, pero no podía esconder la resignación en sus ojos. "Al menos", pensó con amarga ironía, "no puede ser peor que vivir bajo el mismo techo que mi padre". 

Elena entró en la habitación, cerrando la puerta tras ella. 

—Mi niña —susurró, acariciando el rostro de Cassandra—. Lo siento tanto. 

—No es tu culpa, mamá —respondió Cassandra, apretando su mano—. Sobreviviré a esto como he sobrevivido a todo lo demás. 

—Sebastián Blackwood no es como tu padre —dijo Elena con un hilo de esperanza—. Dicen que es brillante en los negocios, pero justo con sus empleados. 

Cassandra soltó una risa sin humor. 

—Un carcelero con corazón. Suena a cuento de hadas, mamá. 

El sonido de la marcha nupcial comenzó a filtrarse desde la nave principal. Era la hora. 

Rodrigo apareció en la puerta, impecable en su traje de etiqueta, la imagen perfecta del padre orgulloso que nunca había sido. 

—Es hora —anunció con una sonrisa falsa—. Y recuerda, una sola palabra fuera de lugar y... 

No necesitó terminar la amenaza. Cassandra tomó su brazo, sintiendo el dolor en su cuerpo lastimado mientras cojeaba hacia el altar. Cada paso era una tortura física y emocional. 

La iglesia estaba llena de rostros desconocidos que la miraban con curiosidad. Algunos susurraban, probablemente notando que cojeaba ligeramente. La familia de Cassandra ocupaba las primeras filas, todos con expresiones de falsa preocupación, como si lamentaran que "la mercancía entregada no fuera la correcta". 

Y entonces lo vio, por fin había llegado después de retrasarse por una hora. 

Sebastián Blackwood esperaba junto al altar, con el cabello negro ligeramente despeinado y una sombra de barba que sugería que no había tenido tiempo de afeitarse. A pesar de su apariencia algo desaliñada, emanaba una presencia que dominaba el espacio. Alto, de hombros anchos y con una postura que delataba su educación privilegiada. 

Cuando Cassandra llegó a su lado, Sebastián la miró fijamente. Sus ojos, de un azul intenso, se entrecerraron con sospecha. Lentamente, levantó el velo que cubría su rostro. 

El tiempo pareció detenerse mientras aquellos ojos escrutadores recorrían cada centímetro de su rostro. Cassandra contuvo la respiración, esperando la explosión de ira, el escándalo, cualquier reacción que pusiera fin a aquella farsa. 

Pero lo que vio en los ojos de Sebastián fue algo diferente. Reconocimiento, confusión y luego... ¿resignación? Sus labios se movieron como si quisiera decir algo, pero ningún sonido salió de ellos. Frunció el ceño, visiblemente frustrado. 

Fue entonces cuando Cassandra recordó: afasia temporal. El accidente automovilístico del que había oído hablar. Sebastián Blackwood, el poderoso CEO, temporalmente incapaz de comunicarse con palabras. 

El sacerdote carraspeó, incómodo ante el silencio prolongado. 

—¿Procedemos con la ceremonia? —preguntó en voz baja. 

Sebastián la observó detenidamente, como si quisiera descifrar algo oculto en ella. Sus ojos no se apartaron de los suyos. El sacerdote carraspeó de nuevo, incómodo ante el silencio que se alargaba como una condena. 

Cassandra se preguntó qué sería peor: que Sebastián Blackwood descubriera el engaño, o que decidiera seguir adelante con él. 

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