La fiesta en el jardín estaba disminuyendo poco a poco. Las luces suaves se iban apagando, las risas se transformaban en murmullos, y la música disminuía su volumen hasta convertirse en un eco distante. Todos entendían que esa noche era más que una celebración: era un momento de alivio en medio del conflicto.

Carolina ascendió las escaleras descalza, sosteniendo su vestido blanco con una mano y tomando la de Elías con la otra. Cada paso hacia el cuarto principal se sentía como un ritual. Dejaban atrás el temor, la incertidumbre y la oscuridad. Era su noche. De ellos y de nadie más.

Al cerrar la puerta, Elías permaneció en silencio durante unos instantes, mirándola.

Carolina se acercó con cautela, su corazón latiendo con fuerza.

—¿Qué miras? —dijo ella en un susurro, sonriendo tímidamente.

—Eres mi milagro. —La voz de Elías se oyó profunda, cargada de emoción reprimida—. Eres mi salvación.

Ella se mordió el labio mientras él se acercaba lentamente. Sin apuro. Como si cada instante tuvi