Caminaba hacia mi habitación, estaba cansada después de un largo día en el instituto y en las actividades extraescolares a las que me había apuntado. ¿A quién se le ocurría apuntarse a esgrima, a tiro con arco y a defensa personal en la misma tarde? Sólo a mí. Siempre me interesaron los deportes con armas, cosas que por regla general solían gustarles más a los chicos. Pero yo era diferente al resto de mis amigas, a mí no me gustaban las mismas cosas que a ellas: el yoga, el baile, el maquillaje y las redes sociales.
Me detuve antes de haber llegado a la escalera que daba a la parte de arriba, escuchando los gritos acalorados de mi madre. Parecía estar discutiendo con Javier, el único que se había portado como un verdadero padre conmigo, desde que tenía uso de razón.
Subí las escaleras desanimada, hacia mi habitación, dándome cuenta del poco tiempo que me quedaba para disfrutar de mi hermano. Tan sólo esa noche, pues al día siguiente debía dormir en otra habitación.
Entré en la estancia, observándole sentado a los pies de su cama, poniendo pegamento rápido en las despegadas suelas de sus deportivas. Siempre solía hacerlo, para que sus zapatos aguantasen un poco más y no tener que comprar unas nuevas, intentando ahorrar ese gasto innecesario a nuestros padres.
Abrí mi armario, escuchando como él me saludaba, emitiendo yo una leve contestación, buscando mi pijama. Cogí el negro de satén y entonces me detuve a pensar en algo: normalmente solía cambiarme allí, frente a él, y no era incómodo para ninguno de los dos. Pero en aquel momento, después de escuchar la preocupación de mi madre, lo era.
Yo no sentía nada más que amor de hermano hacia Diego, siempre había sido así, desde que podía recordar, y nunca me había importado demasiado nada más. ¿Cómo podía mi madre pensar que podría sentir algo más?
Doblé el cuello para dirigir la vista hacia él, observándole aún en su cama, haciendo presión con las manos para pegar la zapatilla de forma correcta.
Sonreí al verle. Aún seguía siendo él, no habían cambiado mis sentimientos hacia él, seguía siendo mi hermano Diego. Pero, creo que por primera vez me daba cuenta de lo que mi madre decía: habíamos crecido, él más que yo, pues era dos años más grande que yo. Y en aquel momento era un adolescente y no ese niño tierno al que amaba.
Diego era muy guapo, siempre había sido muy popular con las chicas, aunque a mí eso nunca me importó, es más, siempre le animaba a que saliese con alguna, pero él solía excusarse con su mítica frase “tengo que estudiar para sacar buenas notas y que me sigan dando la beca, no puedo distraerme con chicas”.
Le cogí las mejillas con las manos y acerqué mi rostro al suyo, divertida.
Y esa promesa lo estropeó todo después. Una promesa que creí que me protegería para toda la vida, se interpuso entre nuestros indomables sentimientos, impidiendo que pudiésemos ser nada más que hermanos. Pero esto es algo que descubriréis en su debido momento.