70• Su hermana… Mi hija.
Entré a la casa con una mezcla de nervios y nostalgia vibrándome en el pecho. Edgar cerró la puerta detrás de mí con ese gesto suave que recordaba tan bien, y de inmediato el olor cálido y especiado de lo que estaba cocinando me envolvió por completo. Era un aroma hogareño, casi infantil, como si un pedazo de mi pasado se hubiera quedado suspendido, intacto, esperando mi regreso.
—Aún estoy terminando —dijo él, secándose la frente con el dorso del brazo.
—Huele delicioso —respondí sin poder evitar sonreír.
Él también sonrió, de ese modo tímido y satisfecho que tenía cuando algo le salía bien.
—Estoy preparando una de las comidas que tanto te gustaban cuando eras pequeña.
El corazón me dio un vuelco. Lo supe incluso antes de que las palabras se formaran en mi boca.
—¿Calabacitas rellenas? —pregunté, con una voz que no parecía la mía, sino la de una versión más joven de mí, sentada en nuestra antigua cocina con las piernas colgando de la silla.
La expresión de Edgar cambió. Se iluminó.