—Ahora que sabes la verdad —dijo Samuel después de un largo silencio, mirando hacia el suelo—, hay algo que me gustaría darte.
Lo observé, algo confundida, mientras lo veía meter la mano en el bolsillo interior de su chaqueta. Sus dedos se movieron con cierta torpeza, como si todavía dudara de lo que estaba a punto de hacer. Finalmente, sacó dos sobres. Eran viejos, el papel amarillento, las esquinas un poco dobladas… y ambos atados con una cinta descolorida.
—¿Qué es eso? —pregunté, con la voz apenas audible.
Samuel me miró, y por un instante creí ver en sus ojos un brillo de emoción contenida.
—Cartas —dijo—. Tu madre las escribió unos meses antes de morir. Una es para ti, y la otra… para Elliot.
El aire se me atascó en el pecho. Bajé la mirada hacia los sobres, y ahí estaba: mi nombre, escrito con la letra de mamá. Esa caligrafía elegante, redondeada, que solía ver en las notas que me dejaba en la nevera o en los libros que me regalaba. Toqué la tinta con la yema de los dedos, como