El aire en el almacén abandonado olía a salmuera rancia, a hierro oxidado y muerte. Cada respiración era una agresión al estómago. Las vigas del techo crujían como huesos viejos, húmedos y enfermos. El sonido reverberaba como un susurro de advertencia.
Alessa estaba allí, con las muñecas cubiertas de sangre seca y piel quemada por las cuerdas. Su cuerpo se mecía con cada espasmo involuntario, y la droga que Roger le había inyectado le nublaba la visión como si viera a través de un espejo empañado. Su aliento era irregular. El sudor empapaba su ropa, enfriándola hasta hacerla temblar por el contraste entre fiebre y frío.
—Pobrecita… —murmuró Roger, arrastrando una hoja helada sobre su clavícula. Como seda al contacto de un bisturí, dejando un hilo rojo que brilló bajo la tenue luz de la bombilla colgante. — ¿Sabes qué es lo más gracioso? —sonrió torcidamente—. Salvatore siempre llega tarde para lo que importa, pero nunca falta a su cita con la venganza.
Un clic metálico quebró el silen