A la mañana siguiente, el sol acariciaba los ventanales de la mansión con una luz dorada y tibia, filtrándose entre las cortinas con la suavidad de una caricia. Todos desayunaron juntos, pero el ambiente estaba contenido, como si cada gesto pesara más de lo habitual. Leonardo y Alessa apenas probaron bocado.
— ¿Listos para ir al hospital? —preguntó Isabella con suavidad, rompiendo el silencio.
—Listos —respondió Alessa, aunque su voz temblaba como una hoja al viento.
Leonardo le tomó la mano con firmeza. —Vamos. Sea lo que sea, lo enfrentaremos juntos.
El trayecto al hospital transcurrió en un silencio absoluto. Solo la presión cálida de la mano de Leonardo, entrelazada con la suya, le recordaba a Alessa que no estaba sola. Al llegar, el olor inconfundible a desinfectante mezclado con el miedo reprimido los envolvió de inmediato. Los pasos de ambos resonaban con eco sobre el suelo de mármol pulido, cada pisada era un latido más cerca de una verdad que ambos temían escuchar.
El aire er