La ciudad dormía bajo un manto de sombras cuando Dimitri irrumpió en el apartamento de Elena. Cerró la puerta tras de sí con un portazo tembloroso, el rostro desencajado, los ojos brillantes de adrenalina. Elena, en bata de seda y con una copa de vino en la mano, lo observó con el ceño fruncido.
— ¿Qué hiciste? —preguntó, notando algo oscuro en su mirada.
Dimitri no respondió de inmediato. Caminó hasta el centro del salón y se dejó caer en el sofá, como si el peso del mundo se le hubiese clavado en la espalda.
—Le envié un mensaje a Salvatore —dijo finalmente, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Una foto. Y antes… bueno, hice que el coche de Alessa dejara de obedecer al freno en la curva. Fue sencillo.
Elena lo miró como si no pudiera creer lo que escuchaba. Lanzo la copa de vino contra la pared, se estrelló, esparciendo cristales y líquido rojo como sangre.
— ¿Tú qué…? —exclamó, avanzando hacia él—. ¡Eres un maldito imbécil! ¿Qué mierda hiciste Dimitri? ¡¿Te volviste loco?!
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