La noche se había desplomado sobre Calabria, y con ella, una pesadilla se había desatado. Francesco sentía que algo iba mal, pero no podía ponerle nombre a la sensación que lo atenazaba. El mundo de los negocios nunca había sido tan sucio, tan impredecible.
Mientras tanto, Isabella y Chiara salían de la constructora después de una larga jornada. Se le había hecho tarde revisando informes y permisos; la noche había caído rápidamente sobre el paisaje calabrés, y la atmósfera estaba cargada de una inquietud palpable. Chiara, absorta en su teléfono, no notó el cambio sutil en el ambiente. Isabella, sin embargo, sí. El sudor comenzaba a formarse en su frente cuando, de repente, un sonido seco cortó la noche: disparos. La tierra tembló bajo sus pies.
Michelangelo y Alberto, los hombres de Francesco, ya habían tomado sus posiciones, pero el caos no tardó en llegar. La ráfaga de balas resonó con una ferocidad inusitada, y el miedo se instaló en los ojos de Chiara.
Isabella reaccionó al instan