La luz de la mañana se colaba entre las cortinas de lino blanco de la mansión, proyectando formas suaves sobre el suelo de madera. Luciana estaba recostada en el sofá del estudio, envuelta en una manta ligera, con el cabello suelto y húmedo después de una ducha rápida. Sostenía entre las manos una taza de té caliente, mientras sus ojos recorrían sin interés las notificaciones en su celular.
—¿Dormiste bien? —preguntó Alexander desde la puerta.
Él se acercó con pasos tranquilos, vestido con una camiseta gris claro que se pegaba sutilmente a su torso y unos pantalones deportivos oscuros que contrastaban con sus pies descalzos. Se inclinó para besarla en la frente y luego se dejó caer a su lado.
—Dormí… a ratos —murmuró ella, dejando el celular en la mesa. Lo miró de reojo—. Parece que los periodistas no pierden tiempo.
Alexander chasqueó la lengua. Tomó su propio café de la mesa y bebió un sorbo sin pestañear.
—Están haciendo su trabajo. Lo que importa es cómo respondamos nosotros.