El silencio que siguió a la confesión de Alexander parecía tener peso propio. Elena sentía que el aire se había vuelto denso, casi irrespirable. La habitación del hotel, con sus paredes color crema y sus cortinas de seda, se había convertido en una jaula dorada donde las verdades más oscuras finalmente salían a la luz.
—¿Qué quieres decir con que me salvaste la vida? —preguntó Elena, su voz apenas un susurro tembloroso.
Alexander se acercó a la ventana. La luz del atardecer dibujaba su silueta, convirtiendo su figura en una sombra recortada contra el cielo rojizo. Cuando se giró hacia ella, sus ojos brillaban con una intensidad que Elena nunca había visto antes.
—Hace tres años, Elena. El accidente que crees que solo te dejó cicatrices... te mató.
Las palabras cayeron como piedras en un estanque, creando ondas de incredulidad que se expandieron por todo su ser. Elena se llevó instintivamente la mano a la cicatriz que recorría su costado, aquella marca que siempre había atribuido a un