La sangre salpicaba por todas partes, incluso en los rostros de los hombres que lo sujetaban. Pero nadie se quejaba. Nadie iba a soltarlo, sería una locura hacerlo. Si Reinhardt se liberaba ahora, todos estarían muertos en segundos.
—Debiste quedarte en tu mal-dita cueva —articuló Zaid, jadeando entre cada palabra y golpe—. No debiste venir aquí a hacerte el héroe, a intentar llevarte a Isabella. Fue el error más estúpido de tu vida. Tenías que haberte ocupado de tu cabaret destruido, de tu gente muerta... ¡y olvidarte de ella!
Otro golpe. Esta vez con el codo, directo a la mandíbula.
—Pero no. Tu mal-dita obsesión te trajo hasta aquí, y ahora estás pagando el precio, el más alto de todos.
Zaid se agachó, tomó la cara de Reinhardt con la mano ensangrentada y lo obligó a mirarlo.
—Isabella tiene demasiadas deudas conmigo, ¿entiendes? Demasiadas. Lo que viste en su espalda fue apenas el comienzo. No he terminado con ella, ni de cerca. Aún tengo tanto que hacerle, tengo que volver a hace