Ambos avanzaban a un ritmo pausado, sin prisas ni sobresaltos. Reinhardt tenía una regla cuando se trataba de moverse sin llamar la atención: la velocidad excesiva despertaba sospechas. Conducir demasiado rápido en una zona donde nadie solía hacerlo era una invitación para que ojos curiosos se fijaran en ellos, y esa era la última clase de atención que deseaba atraer. Por eso, el automóvil se deslizaba con calma por el camino, dejando atrás la ciudad sin que pareciera una huida y sin que ningún espectador involuntario pudiera percibir que se dirigían a un destino que preferían mantener en discreción.
El mediodía quedó atrás cuando finalmente cruzaron el límite urbano. Aunque técnicamente ya estaban saliendo de la ciudad, aún no habían llegado al campo propiamente dicho. Se encontraban en una de esas zonas de transición, donde las construcciones dispersas daban paso a terrenos más abiertos, pero todavía lejos de los vastos paisajes rurales. A medida que avanzaban, los edificios fueron