Cuando Valeria vio a sus hijas por primera vez, se encontró con tres pares de ojos grandes y grises, idénticos a los de Enzo. Sus cabellos eran oscuros y rebeldes, con unas mejillas sonrosadas y redondas.
Eran simplemente hermosas y no pudo evitar llorar con demasiado sentimiento.
¡Sus hijas!
¡Por poco las deja solas!
Las tomó en sus brazos con cuidado, repartiendo besos entre una y otra. Llenándola con sus lágrimas y prometiéndole en silencio que nunca nada ni nadie las separaría de ella, ni siquiera Enzo.
—Muy pronto pondrán irse a casa —dijo la enfermera, ayudándola con una de las bebés—. En una semana más las darán de alta y podrán estar con su madre.
—Muchas gracias —Valeria tomó la mano de la mujer y la apretó suavemente—. No tengo cómo pagarle el hecho de que las cuidaras con tanto afecto.
—Tranquila, no me debes nada. Es mi trabajo.
—Pero ellas son mi vida y tú las has cuidado bien. Gracias —nuevamente se le salieron las lágrimas. Estaba demasiado sensible y