El auto nupcial se detuvo frente a la escalinata de la iglesia.
Bajó del auto con ayuda del chofer. Su padre la esperaba al pie de las escaleras con esa postura que no había abandonado a pesar de los años. Era toda elegancia, todo poder.
Le ofreció el brazo y ella lo tomó, admirándolo en silencio, porque siempre había sido así: un hombre de pocas palabras, de abrazos contados, pero que había velado por sus hijos con devoción.
Comenzaron a subir los escalones hacia las puertas abiertas y entonces él habló, bajo, solo para ella.
—Celeste… siempre has sido mi princesa —miró su cicatriz con esos ojos cargados de culpa por no haber podido impedirlo—. El mundo es duro, hay cosas que duelen. Y aunque mi único deseo siempre ha sido protegerte, hubo momentos en los que no pude. Pero hoy… hoy te entrego a otro hombre que, espero, te cuide como mereces. Quiero que sepas que, pase lo que pase, siempre voy a estar aquí. Para ti. Siempre.
—Papá… —susurró, sintiendo que algo se rompía en su interior