El café en la repisa estaba frío, olvidado hace horas. Había empezado a escribir un artículo para la revista en la que colaboraba de vez en cuando, pero no había pasado de las primeras tres líneas. El cursor parpadeaba en la pantalla, cada destello era una acusación muda: no puedes concentrarte en nada que no sea ella.
Era verdad.
Desde que Ivy me escribió anoche, desde que la escuché con esa mezcla de fragilidad y contención que sólo ella sabía conjugar, no había podido sacármela de la cabeza. Su voz, sus silencios, lo que dijo… y lo que no se atrevió a decir.
Afuera, la ciudad se desmoronaba en tráfico y ruido. Aquí dentro, todo era quietud.
Pero en mi pecho, era un campo de batalla.
Me puse de pie y empecé a caminar por el departamento, sin rumbo. El eco de mis pasos sobre el parquet se volvió monótono, mecánico. Me detuve frente a una de las estanterías. Había una foto de Ivy, tomada hace años, durante una presentación universitaria. Sonreía, rodeada de papeles y gráficos, con el