Colgué el teléfono y me quedé mirando la pared de mi estudio durante un largo rato. La voz de Ivy, rota y desesperada, todavía resonaba en mis oídos.
“Eres el único en quien puedo confiar.”
Cada palabra suya era a la vez una victoria y una puñalada. Victoria tenía razón: Ivy estaba rota, vulnerable, y se aferraba a mí como a un salvavidas. Había funcionado. Nuestro plan estaba funcionando a la perfección.
Entonces, ¿por qué sentía este sabor a ceniza en la boca?
Me pasé una mano por el rostro, intentando borrar la imagen de sus ojos llorosos que mi mente insistía en proyectar. Me repetí a mí mismo las razones, el mantra que me había sostenido durante meses. Esto era por mi familia. Por la memoria de mi padre, un hombre bueno al que el imperio Blackwood había devorado y escupido sin piedad. Esto era por justicia. Una justicia tardía, retorcida, pero justicia al fin.
Caminé hasta el minibar y me serví un whisky solo. El ardor del líquido al bajar por mi garganta era un castigo bienvenid