El sonido rítmico y acelerado que llenaba la silenciosa habitación del consultorio era el de un milagro.
Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum.
El corazón de mi hijo. Nuestro hijo. Era la primera vez que la palabra "nuestro" se sentía real, tangible, anclada a algo más que a una confesión susurrada en la oscuridad. Las lágrimas que se deslizaron por mis sienes no eran de miedo, sino de un asombro tan puro y abrumador que me dejó sin aliento.
Miré a Xander. El muro de hielo que había levantado entre nosotros se había derretido, dejando al descubierto a un hombre que yo apenas conocía. Su rostro estaba descompuesto por la emoción, sus labios temblaban y una única lágrima surcaba su mejilla. Cuando su mano, grande y cálida, encontró la mía y la apretó con una delicadeza reverente, sentí que algo dentro de mí se reacomodaba. Por primera vez, en medio de todo el caos, no estábamos en bandos opuestos. Éramos un equipo. Estábamos juntos en esto.
— Felicidades — dijo el Dr. Sterling con una sonrisa ama