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El fuego se había apagado casi por completo cuando abrí los ojos. Las brasas morían en silencio, y la cueva estaba envuelta en una penumbra que olía a humo, piedra y piel húmeda. Por un momento, no recordé dónde estábamos. Solo el sonido constante del viento colándose por la grieta me devolvió la conciencia. El amanecer aún no había llegado del todo, pero el cielo afuera comenzaba a volverse gris.

Ashen ya no estaba junto al fuego. Su sombra se movía cerca de la entrada, recortada contra la tenue claridad. Revisaba algo en silencio: la hoja de su daga, las huellas sobre la roca, tal vez ambos. Me incorporé despacio. Mi cuerpo dolía en cada músculo, pero la herida más profunda ya no estaba en la carne. Era ese vacío entre el pasado y lo que estaba por venir.

—Nos queda poco tiempo —dijo él, sin volverse.

Su voz era baja, firme, como si hablara con la montaña.

—No nos seguirán hasta aquí —respondí—. No sobrevivirían al descenso.

—No los de Encrucijada Gris —replicó—. Pero Rheon tiene má
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