EMILIA
Desperté y lo primero que vi en el suelo fue el vestido blanco de novia que lucía como un cadáver de algún animal sobre el camino, que nadie quería levantar. Así era nuestro matrimonio. Con el estómago hecho nudos, como si algo me hubiera raspado por dentro toda la noche, y mis párpados pesados, pero no de sueño, sino de dignidad marchita, me levanté de la cama.
La habitación olía a perfume rancio, alcohol y desilusión. Eso era lo que Brandon había traído hace unas horas, cuando llegó en plena madrugada a decirme que nuestro matrimonio solo era un maldito papel, sin sentimientos ni nada más de por medio.
Y en el fondo, una certeza me ahogaba el pecho, pues no era una esposa. Era un adorno que envolvieron en un vestido blanco y que él ni siquiera quiso desempacar.
Caminé descalza por el mármol helado, sintiendo cómo cada paso despertaba una punzada de rabia que me subía desde los pies hasta la garganta. Me quité el velo, recogí el vestido sin cuidado, y lo lancé al cesto de la basura con la misma frialdad con la que Brandon me había lanzado al infierno.
Sobran las palabras al decir que en mi luna de miel, la soledad fue mi única compañía.
*
Dos semanas más tarde regresamos de nuestra luna de miel por Asia. Me había instalado en una enorme casa, que era prácticamente una mansión, por órdenes de Brandon. No me dio la cara, solo le ordenó a sus hombres que me ayudaran con mis pocas pertenencias.
Cabe mencionar que ese día no lo vi. Al día siguiente, en la planta baja, el silencio me recibió con una cortesía burlona. La casa era tan grande y fría, como solitaria, parecía uno de esos museos tan refinados y que la gente olvidaba visitar.
Tenía todo el glamour que alguien pudiera desear. Mármol italiano, candelabros colgantes, floreros vacíos en cada rincón de la casa, enormes ventanales para dar paso a la luz y, sin embargo, no tenía alma.
No tenía un nosotros, porque Brandon y yo jamás estaríamos juntos. La mesa del comedor estaba servida para uno. Ese uno era yo, la esposa invisible. La que él no quería.
El ama de llaves, una mujer rubia de rostro inexpresivo, me lanzó una mirada nerviosa cuando entré.
— ¿Desea café, señora Moretti? —Me preguntó con amabilidad la mujer.
Sentí un escalofrío que me llamara Señora Moretti. Era como si alguien me clavara una etiqueta en la frente con una tachuela oxidada. Era verdad que tenía sentimientos por Brandon, pero era un completo capullo.
— No soy una señora —. Dije con voz apagada, mirando el café negro y humeante—. Solo soy alguien que se sentó en la silla equivocada. Así que llámame por mi nombre, Emilia.
Ella no supo qué responder. Solo asintió y se alejó con pasos silenciosos.
Me senté. El tenedor estaba alineado con precisión militar. La taza, impecable. Todo estaba tan perfectamente frío como mi cama la noche anterior. Y entonces llegó el recuerdo.
*
Tres semanas antes mi papá me había citado en su oficina. No entendía el porqué de su convocatoria. Siempre decía que las mujeres no deberían de inmiscuirse en los negocios, que eso era cosa de hombres. Sin embargo, en ese momento tuve la esperanza de que al final hubiera cambiado de parecer e incluirme en sus negocios.
Siempre lo había deseado, y me había imaginado siendo una gran escritora de guiones. Creí que finalmente había escuchado mis peticiones y que me escucharía, que sería ese padre que me ayudaría a cumplir ese sueño. Por lo que llevaba conmigo, dentro de mi bolsa de mano que colgaba de mi hombro, uno de mis escritos. "Renacer" era uno de los escritos en los que había estado trabajando. Sabía que no era perfecto, pero podía seguir trabajando en ello.
Tan pronto su asistente me vio, me hizo entrar a su despacho, cerrando la puerta tras de mí. Mi corazón latió con fuerza al ver que no reaccionaba con mi visita.
— Papá, me dijo mi mamá que querías verme. Tengo una idea para un nuevo proyecto que te puede int. . .
—Te vas a casar con Brandon Moretti —. Me dijo sin rodeos, matándome las ilusiones de tajo.
Al principio no supe qué pensar. Tal vez que se trataba de una broma cruel, que mi papá me estaba tomando el pelo y en realidad si quería ponerme al tanto de la empresa.
— ¿Perdón? ¿Estás hablando en serio? —Me acerqué a él—. Papá yo creí que me dejarías estar en el negico fam. . .
— Es un acuerdo. Una forma de limpiar errores del pasado —. Me interrumpió haciendo caso omiso a mis palabras. Eso me dejó sin aire.
— ¿De qué estás hablando?
— No preguntes, Emilia. Solo acéptalo. Esta boda te conviene.
— ¿Qué me conviene? ¿Venderme? Yo no estoy pidiendo nada. No quiero casarme por conveniencia. Quiero hacerlo enamorada. Además, papá yo. . . Yo puedo ayudar en la empresa si tú me dejas. . .
— ¡Emilia! ¡Vas a casarte como una muestra de gratitud! ¡No hagas que me arrepienta de haberte mantenido en la familia!
Me quedé aturdida con sus palabras. Nunca sería una hija confidente para él. Tampoco cambiaría su forma de pensar y siempre le recriminó a mi madre de que no le diera un varón. Al final entendí que mi padre no estaba negociando, estaba cerrando una venta y yo era el producto.
*
Regresé al presente, con el café enfriándose entre mis dedos, y un silencio tan ensordecedor que hacía que mis oídos dolieran.
Había vendido a su hija al mejor postor para salvarse a sí mismo, y Brandon, por alguna razón que aún no comprendía, la había aceptado. Aunque me odiara. Aunque me despreciara, se había casado conmigo cuando pudo decir no.
Me levanté de la mesa y caminé hasta la galería. La vista del jardín y de la ciudad a través del ventanal debería haberme quitado el aliento. Pero todo lo que sentí fue un encierro en una jaula con diamantes.
La tarde se hizo eterna. Y mientras bajaba la luz, oí su voz. No había visto en qué momento Brandon había llegado a la casa. Me acerqué a su despacho y oí que hablaba por teléfono. No sabía que estaba cerca de la puerta, y por eso no bajó la voz.
— No, Adam. No la soporto. Pero necesitamos mantenerla cerca. . . Por ahora.
—¿Y después? —preguntó el tal Adam. Estaba con la conversación en el altavoz.
— Después veremos. Por ahora la necesito cerca.
Mi corazón se saltó un latido, miedoso por lo que estaba escuchando. Así que no solo me odiaba, de alguna manera me estaba usando ¿Para qué? No era paranoia, era mi realidad.
Yo no era una esposa. Ni siquiera una persona. Era una pieza en un tablero en donde no conocía las reglas.
Me apoyé contra la pared y cerré los ojos. No iba a llorar. No otra vez. Ya lo había hecho cuando firmé ese contrato, cuando vi su rostro de desprecio en el altar, cuando supe que mi noche de bodas iba a ser una sentencia de silencio.
Me enderecé, respiré hondo, y guardé la calma. Él podía tener todo el poder, pero yo aún tenía mi dignidad.
No era una esposa de cuento, como deseaba serlo. No era una víctima porque no quería tener ese trágico final. Tampoco una heroína porque había perdido todo. Era una mujer atrapada en un matrimonio cruel, sí, pero no rota.
Y si él pensaba que iba a quebrarme, como se quiebra una copa de cristal contra el suelo, estaba muy equivocado.
Yo también jugaría en el silencio hasta que llegara el momento de hacer mi siguiente jugada. Esa noche decidí ver por mí misma. Esa misma noche empecé a trabajar sobre mis historias y estudiar sobre guiones de cine.
Bishop Moon estaba naciendo.
*
Me había quedado toda la noche trabajando en mi proyecto como Bishop Moon con el cual le haría tragar a mi marido sus palabras.
Esperé a que se fuera a su oficina y tomé un Uber para ir a un lugar que hace mucho tiempo había querido visitar. Mi marido no me hacía caso, siempre había estado sola, me odiaba, y yo tenía que tomar acción. Por lo que me escabullí como una criminal a punto de cometer un delito.
Llegué al edificio ubicado cerca del centro de la ciudad. Entré y tomé el elevador. Al salir de ahí, caminé por el elegante pasillo que me llevó al departamente quinientos doce. Tan solo me bastó con tocar una puerta para que Leo me abriera la puerta.
— Cariño, ¿qué haces aquí?