La comisaría de Miami olía a café rancio y papel viejo, un contraste áspero con el pulso acelerado que resonaba en el pecho de Valeria. Sentada en una silla de plástico duro, sus manos se retorcían en su regazo, las uñas rozando la tela de su falda como si buscaran anclarse en algo sólido. A su lado, Diego permanecía de pie, su figura imponente llenando el espacio, su camisa blanca ligeramente desabrochada revelando la tensión de su clavícula. Sus ojos avellana, encendidos con una mezcla de furia y esperanza, se deslizaban hacia ella cada pocos segundos, como si temiera que pudiera desvanecerse en el aire cargado de la sala.
El abogado principal, un hombre de mirada acerada y cabello entrecano, desplegó una pila de documentos sobre la mesa. Sus dedos precisos señalaban cláusulas y evidencias, su voz un murmullo constante que cortaba el zumbido de los fluorescentes.
—Las amenazas de Morales, el contrato coercitivo, las grabaciones de sus guardias… todo esto construye un caso sólido —di