—¡Por supuesto que no fui! —crucé los brazos sobre el pecho y fruncí el ceño.
—¡No tenemos nada que discutir! ¡No entiendo por qué no firmas el divorcio!
—¡Al menos tendrías vergüenza delante de mis padres y, por cierto, de tu suegra y tu suegro, de colgarte así de Tumansky! —y yo me ahogaba de indignación.
—¿Qué? ¿No te has vuelto loco, Kirill? ¿Qué pretendes? ¡Especialmente tú! ¿O es que todavía no les has dicho a tus padres que nos vamos a divorciar?
¿No saben que su hijito es un mujeriego? —me enfadé, y Kirill volvió a cogerme de la mano y empezó a arrastrarme hacia el interior del bosque.
—¡Suéltame, Kirill! ¡No voy a ir a ningún lado contigo! Di lo que quieras, yo me voy, ¡Lilka y E