La doctora tomó una muestra de la sangre que me había sacado y la puso en un pequeño adminículo de plástico que acomodó bajo el lente del microscopio, acercó su mirada y en forma mecánica iba tomando apuntes en una laptop, sin siquiera ver el teclado, escribiendo únicamente por intuición. Yo me quedé absorta mirándola admirada. -¿Tardarás mucho?-, estaba inquieta porque yo tenía turno en la tarde en el diario y Hill me exigía siempre ser puntual porque, decía, la noticia no espera, menos a las chicas flojas, je je je.
Luego de un rato, Evans cotejó lo que había apuntado en su laptop con las fórmulas que habían en el libro que se refería a la sangre de los lobos. Los revisó una y otra vez, hizo muchas cuentas en una hoja de papel, lo hacía con premura, apurada, igual como si estuviera en una carrera contra el tiempo. Finalmente alzó su carita y se quedó boquiabierta mirándome estupefacta y pasmada, pálida. Yo me incomodé mucho. -¿Qué ocurre?-, mi corazón empezó a bombear de prisa y