Fue idílico estar otra vez entre los brazos de mi enamorado, porque Waldo me hizo estremecer con sus besos y caricias, con su pasión infinita y al fin pude sentirme de nuevo la mujer más sensual del mundo, mientras él continuaba explorando mis valles y quebradas y mis redondeces apetitosas, desatando mis cascadas.
Mi cabeza se llenó de rayos y truenos y percibí miles de descargas eléctricas remeciéndome hasta el último átomo de mi deliciosa humanidad, convertida en objeto del deseo de Waldo. Él llegó hasta mis rincones más apartados de mi sabrosa y bien pincelada geografía y no se cansó de estrujar mis pechos, lamer mis pezones y besar el canalillo de mis senos, encantado y febril, apasionado y ferveroso, maravillado de mis interminables tesoros.
Yo estaba obnubilada, en medio de los afanes de Waldo por conquistar todos mis rincones, quebradas, carreteras y escarpados y tatuar con sus deseos cada centímetro de mi piel suave y tersa como el velo de una novia. En tanto él