En ese mismo instante que Waldo me confesaba que era un licántropo, su pelaje se fue emancipando, haciéndose más oscuro y tupido. Waldo era muy velludo, todo su cuerpo estaba alfombrado de vellos, pero ahora los se habían tornado más densos. Su hocico se fue alargando de repente y sus colmillos que me habían impactado sobremanera, ahora eran más filosos y largos, sumamente intimidantes. Sus brillos, incluso colmaron el comedor de mi casa y vi también sus garras que se abrían paso en sus dedos. El rostro de mi enamorado se tornó, también, tosco y agrio, con una estampa violenta y furiosa. Un minuto después era él, la misma fiera que había llegado las otras noches a mi casa, que bajó hasta mi alcoba y me acarició y me dijo que yo era muy hermosa y que me deseaba como su hembra. Para eso, además, había marcado el techo de mi vivienda con sus orines.
Yo no tenía ninguna reacción, estaba pasmada y congelada, en realidad, sin atinar a nada, incluso balbuceaba incoherencias turbada