Hesy cambió su curso, dirigiéndose hacia las afueras, hacia el oeste, donde se extendía la vasta necrópolis de Giza. La Ciudad de los Muertos, con sus tumbas y mastabas, era un laberinto de piedra y sombra, un lugar que pocos se atrevían a visitar de noche. Pero para Hesy, era el santuario perfecto. Un lugar donde los vivos rara vez se aventuraban, y donde los secretos podían ser enterrados con seguridad.
El aire se volvió más frío a medida que se adentraba en la necrópolis, cargado con el polvo de los siglos y el eco de los fantasmas. Las siluetas de las tumbas se alzaban como centinelas mudos bajo la luna. Hesy se movía con cautela, sus pasos resonando apenas en el silencio sepulcral.
Su destino era una pequeña tumba sin adornos, una que conocía bien. Era el lugar de descanso de su antiguo mentor, un escriba de la Guardia Real que le había enseñado los intrincados caminos de la justicia y los secretos del reino. Un lugar seguro, fuera del alcance del visir.
Llegó a la entrada de la