Lamentablemente, se encontraban envueltas en la oscuridad.
Brenda no podía ver a su madre. No había rostro, no había forma, solo sombras. Pero sentirla y escuchar su voz fue más que suficiente para que, por un instante, creyera que todo estaría bien.
Aun así, Brenda lo sabía. Allí donde pudiera oírla, su madre la estaría mirando con tristeza, con decepción y con una preocupación profunda. Lo sabía porque ella misma sentía el peso de esa mirada invisible. Porque entendía, en el fondo, que sus propias palabras no eran convincentes… ni siquiera para ella.
—Linda, sé que no estás bien. Vamos, llora. Desahógate si lo necesitas. Hazlo conmigo. Te escucharé y seré tu apoyo en todo momento —dijo su madre, con una ternura que no exigía respuestas.
Eso fue todo lo que Brenda necesitó para derrumbarse.
Las lágrimas brotaron sin resistencia, calientes y sinceras. Frente a su madre no había vergüenza, ni culpa, ni miedo a mostrarse débil. Podía romperse en mil pedazos sin temor, porque para eso la