Era temprano y, como casi todas las mañanas, James conducía a la joven señora Walker a su compromiso en la iglesia. El cielo aún conservaba tonos azulados de madrugada y el sol empezaba a asomar; las calles estaban desiertas.
James había notado que, aquella mañana, su joven patrona estaba aún más triste. El semblante abatido, los ojos opacos y unas pequeñas ojeras delataban una noche mal dormida. Aun así, mantuvo su postura serena al entrar en el coche, saludándolo con la misma educación de siempre, aunque su voz salió débil.
El coche conducido por James acababa de dejar el barrio elegante cuando, de repente, un auto negro derrapó y bloqueó el paso. James sintió de inmediato el peligro. Engranó la marcha atrás, pero otro vehículo apareció detrás, bloqueando la retirada.
—¡Agáchese, señora! —ordenó con urgencia.
Elizabeth se lanzó al piso del coche sin dudar, el corazón desbocado.
James sacó el arma, los ojos analizando la escena. Estaban rodeados. Dos hombres bajaron del coche de adel