Sentí cómo la sangre me abandonaba el rostro. El recuerdo me golpeó como un puñetazo. Era verdad. Me acordaba de la mirada desesperada de Larissa, la sangre en sus piernas, sus súplicas… y de mi desprecio. ¿Cómo pude?
— Tú le destrozaste la vida aquel día —continuó Diogo—. Y casi destrozaste la de Gabriel también. ¿Qué esperabas? ¿Que después de eso ella corriera hacia ti y te dijera: “Mira, aquí está tu hijo”? Ella lo intentó, Alessandro. Lo intentó. Pero tú no quisiste escuchar.
Cerré los ojos de nuevo. La vergüenza me asfixiaba, y una parte de mí quería gritar, decir que me habían engañado, que no sabía. Pero la verdad es que no quise saber. F